Dos jóvenes jugando con sus perros en la cama, Jean-Honoré Fragonard (1770) |
Más que aficionado a la ópera, soy un entusiasta espectador
ocasional y siempre peregrino. Asocio la experiencia de algunos montajes con
momentos de exaltación íntima. Tras haber asistido con mi amigo gibelino a una
representación de Die Meistersinger
en el Covent Garden, noto todavía la humedad gélida de una noche invernal
subiendo por Gower Street. Me embargaba una sensación extática de libertad
expatriada. La proximidad del minúsculo habitáculo en que me recluía y que mis
conocidos llamaban “la ermita” potenció aquel sentimiento hasta que hoy vuelve
a emerger como una fina película hecha sustancia de estas primeras líneas.
Como no soy capaz de escribir las vívidas e informadas
reseñas operísticas de Ignacio
Trujillo que tanto disfruto, mis lectores habrán de conformarse con los
retazos literarios que conservo de la última representación a la que asistí,
esta vez con mi amigo ateo. Él, que sigue siendo un romántico furioso, intuyó
desde que fuimos jóvenes que con un stilnovista claravalense podía tal vez concordar
en el libertinaje musical y poético, tan desencadenadamente ritmado, tan
incómodo para ambos en el fondo, de W. A. Mozart y de Lorenzo da Ponte (1749-1838).
Por su gentileza acudimos a ver Cosí fan tutte
(1789) en el Národní divadlo de Praga, el mismo teatro en que se
estrenó Don Giovanni (1787). Ahora
que somos maduros la insatisfecha rebeldía sexual de Don Juan ya no despierta en
nosotros, cada cual a su manera, las negras intimaciones de placentera
autodestrucción de cuando leíamos el libreto. Tal vez la tentación que pueda
ahora asaltarnos sea la de convertirnos a los argumentos del tenebroso Don
Alfonso de la última de las óperas italianas de Mozart. Sin duda fascinados,
resistimos asqueados. No hemos permanecido fieles a una profesión muerta -la de la enseñanza de la literatura- para pavonearnos ante su tumba.
Nunca he estado seguro de hasta qué punto la genialidad de
da Ponte, tan artesanal, no prendía al roce de las necesidades creativas,
torrenciales, de Mozart. En sus Memorias pasa como una exhalación por la composición de las óperas y de su relación con
Mozart, tan apresurado por tejer el hilo novelesco de sus aventuras. La crítica
ha remarcado que Mozart intervenía en la composición del libreto en función de
las exigencias dramáticas de su música. Tal vez en esas modificaciones el
talento de da Ponte brillaba con una extraña, secundaria, intensidad propia.
La estructura del libreto donjuanista siempre me ha parecido
extraordinaria, aun al precio de tener que aceptar cierta ñoñez del protagonista,
del que no acabo de entender su aureola romántica. Mille tre, sí, pero, como si fuera un viejo peter pan cansado, se le escapa Zerlina. Nada que ver con la desenfrenada carrera al
infierno del Burlador de Tirso de Molina, con quien quizás me proteja del
dapontiano. Cuando el Comendador lo arrastra consigo y con su honor, don Juan no
cesa de exclamar “¡Que me abraso!”, haciendo resonar, no los lamentos de doña Isabela, sino el eco de los gritos de la pescadora Tisbea: “¡Fuego, fuego, zagales, agua, agua! / ¡Amor, clemencia,
que se abrasa el alma!”.
En cambio, la imitación literaria que recorre la escuela de
los amantes, como se subtitula el “drama giocoso” mozartiano, es mucho más
compleja de lo que parece. La misoginia del texto, que es una de las máscaras del
cínico moralismo ilustrado que lo sustenta y que tan difícil y tan abstracto
resulta de representar hoy día, destila a mi modo de ver la profunda y
corrompida lectura que Giacomo da Ponte pudiera haber hecho de las comedias
shakespereanas, más allá de sus aparentes similitudes con Cimbelino,
por ejemplo.
La propuesta pedagógica
de don Alfonso sobre la naturaleza volátil de las mujeres a Ferrando y
Guglielmo supone una manoseo frívolo –y aplicado− de la estructura del deseo
mimético. No existe el amor fiel y eterno, sino sólo un impulso instantáneo
cuyo reconocimiento es la base de un orden social hipócrita y lobezno y cuya
naturaleza es descrita como un divertimento. Claro que la realidad siempre
amenaza con la disolución de ese orden en un caos incontrolable, como lo demuestran esas magníficas escenas en que las voces de los seis personajes se persiguen, se estrujan, se fintan, se fugan y hacen mutis en un salto clavado de sus voces. Cuando
Guglielmo se jacta de haber obtenido el favor de Dorabella, la tétrica mueca
sonriente de don Alfonso debe hacer auténticos equilibrios para que el impulso
de la venganza de Ferrando le permita ganar la apuesta sin que la tensión
cómica se desborde trágicamente.
Da Ponte utiliza con sabia energía el contrapunto cómico de
Despina, la sirviente alcahueta de Fiordiligi y Dorabella. Sólo ella es capaz
de servir de instrumento preciso e independiente de los manejos siniestros de
don Alfonso. Los disfraces, las falsas pociones, los papeles intercambiados y
desdoblados, como digo, recuerdan la fijación del deseo en Shakespeare. Son el
motor de una angustia ante el vacío que genera la posesión de un objeto motivada
por un mediador. Hasta cierto punto,
¿sería descabellado observar en Don Alfonso en el plano intelectual y en Despina en
el material algunos rasgos de Yago o de Panduro?
Guglielmo y Ferrado no se limitan a poner a prueba la
fidelidad de sus enamoradas para su mal, como en El curioso impertinente. Bocacciano, da Ponte ajusta el deseo de
sus protagonistas a la medida exacta de una nueva finalidad. La condición del
amor es el motivo de la apuesta, pero su nuevo objeto, mencionado pero siempre
sustraído, es el dinero. La belleza y la fidelidad son sus mercancías. No me
extraña que, aterrado, don Alfonso al final no exija más que reír y que, como
buen pedagogo, haya logrado con su lección el mantenimiento paradójico del
orden que ella misma pone en crisis:
“Os engañé, mas fue el engaño
desengaño a vuestros amantes,
que más sabios en adelante serán,
que harán lo que querré.
Aquí las manos: sois esposos.
Abrazaros y callad.
Vosotros cuatro ahora reís,
que ya reí y que reiré”.
(W. A. Mozart & L. da Ponte, Cosí fan tutte, Acto II, Esc. 18)
La precisión matemática de los vicios de don Alfonso
bailotea feliz tras la orgiástica armonía de la música mozartiana. En sus
stacattos, se estira la mueca socarrona de los versos del educado libertino Lorenzo da Ponte.
Querido Armando, muchas gracias, pero no hay comparación posible. ¡Esto sí que es una reseña inteligente, certera y profunda!
ResponderEliminar¿No es una reseña un poco pedante? Me tranquiliza saber, Ignacio, que la apruebas. Tus comentarios musicales son una delicia...
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