El Concierto, Johannes Vermeer (1665-1666) |
Hace unos meses mi discípulo blanchotiano me prestó el dvd de la película Tous les matins du mode (1991). No sé si, en su simpática y sistemática desobediencia a algunas de mis sugerencias, me quería indicar que se encontraba a gusto con el personaje de Marin Marais (1656-1728). ¡Qué importa si verla de nuevo me ha hecho retroceder veinticinco años atrás cuando mi amigo ateo y yo acudimos a su estreno! Durante todo este tiempo él ha seguido escuchando entusiasmado la música de Marais, tal como no ha cesado de ejecutarla Jordi Savall. Como entonces, sigo prendido de los tonos de Monsieur de Sainte-Colombe (¿1640-1700?).
Es lugar común señalar que el enorme éxito de la película de Alain Corneau, basada en la novela homónima de Pascal Quignard (1948), puso de nuevo en circulación la música escrita para un instrumento -la viola de gamba- que, después de un periodo olímpico en la segunda mitad del siglo XVII, fue progresivamente sustituido por el violín hasta prácticamente evaporarse tras la Revolución francesa. La imagen que se presentaba de Sainte-Colombe, viudo áspero, huraño, loco de amor por su mujer difunta, entre gotas de diluidas de realismo mágico, estimuló el deseo de investigar la vida de un hombre cuyo nombre era un conjunto de extraordinarias composiciones para viola.
Jonathan Dunford ha calificado de enigma, de misterio, la vida de Sainte-Colombe. El investigador se enfrenta a un problema irresuelto: más que la identidad huidiza del músico, no logra encontrar la referencia que precise el significado de la oración que incluye una relación entre la expresión usada en un enunciado y la persona real. Antes de preguntarse cómo era Sainte-Colombe, sigue en pie la pregunta de quién era. ¿Jean de Sainte-Colombe, un burgués de París padre de dos hijas y de un hijo ilegítimo? La cuestión es inquietantemente semántica: cualquier oración sobre la expresión referencial “Sainte-Colombe” sitúa a los interlocutores en un «contexto opaco»: creer, opinar, desear, imaginar… No están lejos los principios de lógica de Leibniz.
Como no soy más que un flâneur de la música y de la literatura en este blog, mis lectores perdonarán que les trace en unas pocas pinceladas un retrato de mi Sainte-Colombe, ahora que tengo frescas en la retina las escenas de la cabaña en que mi referente improvisaba y componía y desarrollaba los secretos de su técnica.
Mi Sainte-Colombe es un jansenista posmoderno, otra más de las antítesis que asedian mi imaginación. De hecho, Quignard deja entrever en su novela que la renuncia del músico a formar parte de la corte del Rey, prefiriendo ofrecer conciertos en reuniones privadas, se debía a su proximidad con los señores de Port-Royal.
Sainte-Colombe encarnaría así, musicalmente, la ideología que se aparece y se desarrolla en Francia entre 1637 y 1677 y que, según Lucien Goldmann en un libro formidable y también olvidado, Le Dieu caché (1956), “afirma la imposibilidad radical de realizar una vida válida en el mundo, ideología, o mejor concepción total -ideología, efectividad, comportamiento- que se ha calificado de trágica”. Sus seguidores, oficiales y funcionarios reales, habrían considerado incompatibles el cristianismo y la participación activa en la vida social. El marxista Goldmann resaltaba la paradoja de que la hostilidad de este grupo social, casi una clase fallida, hacia la monarquía absoluta chocaba frontalmente con sus intereses profesionales y económicos.
Aunque no la aplaudo, la postura jansenista me resulta de un atractivo modulado. Teológicamente, el Barroco experimenta como ninguna otra época la tristeza de la Caída. Milton o Pascal, tan poco simpáticos, perciben físicamente la angustia del instante en que Adán sintió por primera vez que estaba desnudo. La vivencia de destierro o de peregrinación es muy viva en el Medievo, aunque siempre con una esperanza de retorno. El barroco se sabe exiliado en un mundo sin confines.
Antes de publicar Tous les matins du monde (1991) Quignard había escrito un relato sobre Marin Marais que abría el volumen La leçon de musique (1987). En un estilo poético, hasta psicoanalítico, la pasión de Marais por la viola se explicaba como la compensación por la muda púber de su voz que lo había expulsado desde del coro donde cantaba al mundo. Sainte-Colombe, que según cuentan habría añadido una séptima cuerda a la viola para poder imitar la gama entera de la voz humana, era el maestro que le habría permitido intentar recuperar, vicariamente, en el vientre de la cabaña sostenida en las ramas de la morera, en el vientre de la viola, el tiempo sin tiempo de la música, la perentoria conciencia que solo el exiliado puede reconocer del antes de la caída -la reversión del sonido grave al agudo-. A esa conciencia habría de ponerse por nombre “el relato de la creación”: “La invención del relato: el tiempo humano se resume en eso. La invención de la melodía no es humana y lo precede”.
Tanto protagonismo de Marais me llegaría a ahogar si no fuera por una constatación que, como exiliado, aprendió de Sainte-Colombe cuando ya era tarde: “la técnica puesta a punto por Marin Maris con el fin de rivalizar con toda la extensión de la voz humana, deseó el declive del instrumento, buscó el olvido de ese sufrimiento”.
Al recordar esa lección de su maestro, Marais pudo re-conocerla. ¿Cómo pudo Sainte-Colombe vivirla, aquel jansenista contradictorio del que dicen que tuvo un hijo ilegítimo que, protestante, marchó a Inglaterra a tocar la viola sin la cuerda añadida por su padre? Mi Sainte-Colombe cierra los ojos y sufre una pérdida más honda: la presencia de su amor ausente. La victoria de la muerte no es definitiva, pero inscribe en la vida del arte la huella de su eterna precariedad.
Escuchar de Marais y Sainte-Colombe los Tombeaux, que podrían caracterizarse como el género musical de la elegía, me ayuda a explicarme por qué a estas alturas me inclino ante la sabiduría del segundo. Aquel Tombeau que el antiguo discípulo dedica a su ¿maestro? supera, con intensa emoción, el virtuosismo de una técnica depuradísima. Marais no deja de reflexionar sobre la herida de su arte. Sainte-Colombe, retraído, opaco, en la búsqueda órfica de su Eva, gime con su instrumento: “No necesitó volverse a su libro. Su mano se dirigía por sí sola a la cuerda de su instrumento y se puso a llorar”.
“Que aquel que me lee tenga en todo momento presente que no me ilumina la verdad y que el ansia de decir o de pensar quizás nunca se le dobleguen por entero. Confieso algo que resulta un poco costoso de decir, a pesar de que nunca es singular. Poco representa la verdad de lo que decimos frente a la persuasión que con empeño buscamos al hablar, y esta misma persuasión que es poco, es todavía menos si la comparamos con la repetición colmada de un viejo placer que perseguimos a través de ella. Este placer es más antiguo que la muda; es más antiguo que las mismas palabras a las que la muda afecta, o cuya apariencia metamorfosea. Y, dado que las palabras no llevan en sí su memoria, nunca lo apresan, nunca lo conceden”.
(Pascal Quignard, La lección de música)
Los ecos de Sainte-Colombe,
desdibujado, vibran en las maderas de esta celda mía fabricada con letras.
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