¿William Shakespeare?, Grafton Portrait (1588) |
Mi heterónimo, desvergonzado, se ha propuesto
impartir una asignatura sobre William Shakespeare, aprovechando la excusa, que
tanto detesta, de la efeméride de su muerte (1564-1616). No se atrevería a
“enseñar” Cervantes, pero, puesto que no domina ni la lengua ni la cultura
inglesa, se siente más cómodo para ejercer, ¿irresponsablemente?, esa vocación transversal que hace girar los
ojos de satisfacción a los pedagogos, quizás con el único fin de que queden
atrapados en el revés de su retina.
Propone un William Shakespeare filósofo. No Shakespeare
mediado por teóricos culturales, sino un
solo Shakespeare, cuya naturaleza dramática es radicalmente filosófica. Me temo que las tesis sobre la autoría de las obras shakespereanas atribuidas a múltiples Shakespeares o a un Shakespeare apócrifo o pseudónimo –Edward de Vere, Francis Bacon− encierran en no poca medida cierto resentimiento
académico, de un elitismo a menudo insoportable. ¿Cómo se podría atrever el hijo de un guantero, sin formación académica, a saber si católico, a escribir -e imaginar- él solo en veinte años el corpus dramático más decisivo de la modernidad occidental? Fuese quien
fuese Shakespeare, la huella de su identidad es un estilo de pensar que, en todas sus contradicciones, excede métrica,
léxico o reglas. Shakespeare es su
obra.
A Shakespeare los marxistas, las feministas, los
psicoanalistas lo odian porque, en el fondo, resiste, cínico, todo intento de
usurpación. Él mismo usurpa las estrategias que lo combaten reduciéndolo al
arquetipo bardólatra de la cultura liberal. En efecto, una vuelta “humanista” a
Shakespeare no puede pasar por la reelaboración romántica de una mirada heroica
sobre las tragedias shakespereanas, pero no se puede mantener tampoco la
ilusión de una deriva ilimitada que siga manteniendo su obra como un mero
pretexto para juegos político-culturales que giran centrífugamente sobre un
mismo eje.
Ciertamente, las exploraciones del
neohistoricismo han permitido releer a Shakespeare
fuera de la burbuja estetizante en que parecía confinado y han conseguido
trazar el panorama de las condiciones de producción (teatrales e históricas) de
su obra en el mundo elisabetiano. A cambio, prácticamente le han exigido, como
aprendices de brujo, el secreto de su genio. Muchos montajes de Shakespeare no
son sino el denodado esfuerzo por matar al padre ilegítimo.
No puede pasarse por alto que, antes de las
varias deconstrucciones y postestructuralismos, en el siglo XX las disensiones
con la obra shakespereana, aunque minoritarias, han tenido fuerza de debelación
–en el fondo aristotélica-. Contra King
Lear espumarrajeó secamente León Tolstoy. En sus algebraicas anotaciones personales, luego recogidas en Culture and Value (1980), Ludwig Wittgenstein acusó al autor de Cuento de invierno de una monstruosa
naturalidad autotélica.
¿Y por qué insistir en la resistencia ético-formalista
de T. S. Eliot desde The Sacred Wood (1921)
ante la canonización de Hamlet, en
perjuicio de los otros elisabetianos (Marlowe, Jonson)? Dijo Eliot: “Pocos críticos han admitido incluso que Hamlet la obra es el problema primario; Hamlet el personaje sólo el secundario”, para añadir: “La obra es en efecto un fracaso artístico” (“Hamlet and his problems”). Frente a un Hamlet
presionado por la culpa de la madre, Eliot, con inquietud flemática,
reprendía la falta de equivalencia, de “correlato objetivo”, entre la cadena de
acontecimientos y la emoción de los indecisos Hamlet y Shakespeare en la resolución de su obrar.
En todas esas críticas hay un malestar que mi heterónimo
desea explorar por el camino de la purificación y del reconocimiento en las
obras shakespereanas. Mucho se ha hablado del filósofo-rey propugnado por
Platón en La República (473d). Tal
vez, en un momento ya posheideggeriano, quepa preguntarse si la realeza
shakespereana es la de un dramaturgo-filósofo, no el de aquel que plantea una
filosofía “dramática” sino el de quien hace de la “dramaturgia” –del mundo como
teatro− una exploración filosófica de la realidad cuya originalidad, sin
embargo, no es ni temática (es bien sabida la tendencia de WS por saquear en
las crónicas y en obras de otros autores teatrales) ni conceptual (leyó a
Montaigne, pero se adelantó a Descartes…).
La pregunta de/a Shakespeare no puede quedar reducida al ámbito de la literatura o de las ciencias sociales, sino que exige plantearse si
sus reflexiones sobre el poder, sobre la historia o sobre la condición cómica
y/o trágica de la existencia humana se alzan no como un sistema sino como una
percepción (una estética)
epistemológica y hasta metafísica. Stanley Cavell habla de la aportación de la
literatura shakespereana a la filosofía en términos de "la impaciencia de
la inocencia y del sufrimiento de la experiencia".
Tal vez haya sido René Girard quien, al resaltar que el genio
shakespereano brilla con más naturalidad en la comedia que en la tragedia, haya
planteado con precisión, a propósito de Shakespeare, la relación entre el sacrificio
victimario que exige la estructura del deseo mimético y dos categorías fundamentales en la reflexión
estética de Occidente: la catarsis
aristotélica y el doble nivel de enseñanza platónico (esotérico y exotérico). No es casual que ambas tengan que ver con la articulación de la memoria y la escritura (Fedro) sobre el horizonte de la relación
entre retórica y dialéctica.
En verdad, ¿puede considerarse sólo la grandeza de
Shakespeare en términos de su desmesurada imaginación verbal? ¿Hasta qué punto
no resulta inquietante que sea esta imaginación la que genera el universo de la
“invención de lo humano” en los términos de Harold Bloom?
“Not a whit. We defy augury. There is special providence in the fall of a sparrow. If it be now, ‘tis not to come. If it be not come, it will be now. If it be not now, yet it will come. The readiness is all. Since no man knows of aught he leaves, what is’t to leave betimes? Let be”
(W. Shakespeare, Hamlet, V, ii, 213-218)
Intraducibles, el ser de estas líneas desafía en su providencia
un tiempo desquiciado.
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