Cristo, Varón de Dolores, Luis de Morales (1566) |
Hace un par de meses regresé, como un relámpago, a Madrid. Compruebo
que la ciudad de mi infancia y de mi juventud se va alejando cada vez más a
medida que comparo sus huellas con las de mi memoria. Estoy cierto que la
maravilla urbana es su constitución proteica que replica las metamorfosis del
recuerdo. Como en un plano, la arqueología del olvido, física y emocional, excava
en una tierra perpetuamente removida.
Mi viaje no tenía otro motivo que visitar dos exposiciones
extrañamente paralelas: la de Vasili Kandinsky (1866-1944) en CentroCentro de Cibeles y la
del “Divino” Luis de Morales (1512-1586) en el Museo del Prado. Hube de acudir a ambas para
poder cartografiar los pasajes subconscientes que me habían conducido a ellas;
no a la una y a la otra, sino a las dos en una.
El itinerario de Kandinsky me pareció una excelente
antología del singular pintor (contra) revolucionario, aunque tuve la incómoda
sensación de que una exhibición de esas características, con los formidables
fondos del museo Pompidou, nos cubría a los visitantes con una pátina
provinciana retro.
Una exposición así todavía hace veinticinco años habría sido
un pequeño acontecimiento. En la época de internet y de los viajes low-cost
recorrer sus salas se me asemejaba a comprar una edición de bolsillo de las
cien mejores poesías de Rafael Alberti. Sé que así soy atrozmente injusto con Kandisnky, pero es que no acabo de entender la política cultural de los
gobiernos de izquierda, los cuales, para combatir la boina, se nos visten de moderniquis
escondiendo la boina en el bolsillo trasero, es decir, hablando de la
matemática de las emociones junto a la Puerta de Alcalá, en vez de darse por un
paseo por la Bastilla.
En cambio, la exposición “divina” del Prado conservaba ese
majestuoso aire apolillado de quienes revisan nuestra tradición pictórica. Mientras el horario
de acceso a las salas de Ingres estaba programado en una pantalla de plasma,
los cuadros de Morales se podían contemplar tranquilamente. Debo confesar que
deprimía un poco leer la propiedad de no pocas de aquellas telas que daba a la
muestra un aire de de Fundación cultural reuniendo las inversiones artísticas de
constructoras y de negocios inmobiliarios.
Después de este prolegómeno tan extenso, podréis preguntaros
qué satisfacción estética podía haber sacado de una actitud tan hipercrítica y
hasta snob y si de hecho merecía la pena un viaje así para pontificar en estas
líneas con unas conclusiones tan poco originales. Os daré, con un nombre
desconocido, una razón íntima: Fernando Fullea (†).
Molino de viento en Holanda, Vladimir Kandinsky (1904) |
Una vez al trimestre nos llevaba a una exposición de la que se escaqueaba nada más entrar para llevar a sus hijos pequeños al estanque de los patos del Retiro. Alegaba, pícaro, que ya la había visto, lo cual era, por otra parte, absolutamente cierto. Con parsimonia comentaba las diapositivas y definía con precisión, dictándolas, palabras como arquitrabe o sfumato. Yo entonces no entendía su desengaño, que era una mezcla de pasión intelectual y de abulia profesional.
Lo recuerdo al acabar la carrera, cuando, cabizbajo, acudí
al colegio al que me prometí no regresar jamás a cumplir con el trámite de las prácticas
del CAP. Me aconsejó como lo hacía él, con indirectas silenciosas, frunciendo
las cejas con su imperceptible guiño barbado, que buscase la seguridad de un salario en la enseñanza concertada. Creo que le sorprendió mi seca furia secreta. No dejé de apreciarle. Simplemente habría querido haber vuelto sólo a mostrarle como en el tiempo ido mi colección de
diapositivas de su admirado Luis Gordillo.
Trama negra, V. Kandinsky (1922) |
Él enseñaba el arte clásico como una técnica fascinante.
Muy vagamente recuerdo que consideraba la pintura de Morales como un ejemplo
epigonal que permitiera descubrir y fijar con detalle la genialidad de una
época a caballo entre el tardomedievalismo flamenco y el renacimiento leonardesco y rafaelita. Quizás por aquella experiencia de Rothko me he detenido admirando los fondos negros de los cuadros del "Divino".
Me ha dejado en suspenso sobre todo un varón de dolores que, con las
piernas cruzadas cubiertas por un manto azul y no rojo, reflexiona en un
estrado que podría ser también un sepulcro quattrocentesco.
Condensada su emoción hasta niveles abstractos (el martillo, los clavos, el
flagelo), la caracterización deshabillé
de Cristo resulta inquietante. Más que meditativo, su rostro refleja una
tristeza que se abstiene, como si estuviese en las bambalinas de un escenario
que requiriese una distancia entre persona y personaje que sólo ese instante,
en espera, pudiese salvar mientras está destinado a cumplir perdiéndolo.
“El artista crea misteriosamente la verdadera obra de arte por vía mística. Separada de él adquiere vida propia y se convierte en algo personal, un ente independiente que respira de modo individual y que posee una vida material real. No es un fenómeno independiente y casual que permanezca inerte en el mundo espiritual, sino que es un ente en posesión de fuerzas activas y creativas. La obra artística vive y actúa, participa en la creación de la atmósfera espiritual. Sólo desde este punto de vista interior puede discutirse si la obra es buena o mala. Si su forma resulta mala o demasiado débil, es que es mala o débil para provocar vibraciones anímicas puras. Por otra parte un cuadro no es bueno por la exactitud de sus valores o porque esté casi científicamente dividido entre frío y calor, sino porque posee una vida interior completa. Un buen dibujo es aquel en el que no puede alterarse nada”.
(V. Kandinsky, De lo espiritual en el arte)
En el dibujo de estas líneas en que todo queda alterado vibra impura, anímica, mi memoria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario