La mesa del músico,
George Braque (1913)
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Con flemática inflexibilidad no desisto de publicar puntualmente cada semana, como si fueran las entradas de un diario imaginado, piezas como ésta que ahora comienzo y que no buscan el aplauso ni la admiración de sus dispersos lectores. Impávidas, les exigen, a fondo perdido, lo más difícil: su atención. Reivindican, medievales, la sola profesión de su artesano.
Siento por ello una extraña y no correspondida afinidad con la obra de Max Jacob (1876-1944). Leo con perseverante estremecimiento, al azar, páginas de El cubilete de dados (1917), casi el signo por alusión de un homenaje deconstruido, como una interjección admirativa, al autor de Un golpe de dados (1897, 1914).
Militante contra la exasperada y desordenada poética
infernal de Rimbaud, con reticencia irónica frente al spleen de Baudelaire, Max Jacob ha pasado ligero, casi de
puntillas, por la historia del poema en prosa. Suzanne Bernard lo consideró un
precursor del surrealismo, pero admitió en su cubismo un esfuerzo por
(re)fundar las leyes artísticas de ese inquietante género mediante “la extraordinaria
mezcla de parodia destructiva y de fe en el arte”.
Del prólogo que Jacob añadió en 1916 a su Cubilete es imposible sustraerse al
hechizo de su distinción oscura y perdurable entre «estilo» y «situación». Del
primero procede la voluntad de crear el objeto estético. A la segunda le
atribuye el logro de la emoción artística. Flaubert, realista, sería un escritor
modélico de «estilo». Mallarmé, aun con su críptica saturación, estaría por
excelencia «situado»; con su obra nos encontraríamos náufragos en la atmósfera
que envuelve los márgenes que convoca su estilo.
En Jacob la autonomía del arte adopta el extremado
rigor sintáctico de una semántica derruida. Con su máxima actividad, le es
preciso «trasplantar» a un paisaje de extraña familiaridad el sinsentido que su
mirada poética descubre con precisión aleatoria.
Debería reprocharme que su prólogo acabara relevando
de la exhausta atención que reclama la lectura de su libro. A través de sus
seis secciones encontramos, sí, apuntes de novela, parodias poéticas, diálogos
incoados, notas de prensa, burlescas polémicas literarias o crítica de arte,
pero también anotaciones autofictivas o biográficas, esbozos de tramas
poemáticas y hasta una sección entera, que divide el libro en dos mitades, de
aforismos, a ratos intensas greguerías, a menudo chispazos éticos de su
ejercicio estético (“Para vengarse del escritor que les dio la vida, los héroes
que ha creado le esconden el portaplumas”; “El
misterio se halla en esta vida y la realidad en la otra: si me queréis, si me
queréis ver de verdad, os haré ver la realidad”; “Visto a contraluz, o de otro
modo, yo no existo y, sin embargo, soy un árbol”).
La dificultad, la repetición y hasta la exigente
ininteligibilidad de sus procedimientos no deberían doblar, aunque se propongan
ponerla a prueba, la voluntad nacida como un imperativo estético de la llamada
escondida entre las líneas de su prólogo: “Quiero que lo leáis, no de una larga
sentada, sino con frecuencia; hacer comprender es hacer amar”. Los poemas son
breves, pero el libro es largo. En la tensión contraída de este movimiento
interno que da forma a su paradójica «dimensión», su belleza sólo puede ser
asediada en los rescoldos aún vivos, restos arqueológicos de una vanguardia embalsamada,
de su «estilo situado». Como había anticipado en su novela Saint Matorel (1909), con ilustraciones de aguafuertes de Pablo Picasso, la pulsión narrativa de su escritura transgredía
sus límites fragmentándose en los márgenes de la poesía, el ensayo, el diario o
los aforismos.
"Anécdota rota en dos alas
Un carpintero hizo el elogio de uno de sus deudores. Enterado éste, se alarmó y corrió en busca de sus amigos.
- ¿Dónde va usted? Su acreedor le estima.
- ¿Cómo?, ¿no comprende usted que si él comienza a elogiarme es porque está seguro de recuperar su dinero, y si está seguro de hacerme pagar la deuda es que piensa enviarme a los alguaciles? Corro a casa de mis amigos en busca de un acreedor menos duro y que pague a éste.
Como yo contase esta anécdota a un artista, describiéndole a la familia del carpintero: la mujer con los senos descubiertos, las manos que han mecido al niño, la barba del trabajador joven.
– Amigo mío -me dijo-, si pone usted una barba al carpintero, no le cuelgue un hijo, se lo ruego. Si el padre está afeitado, el cuadro resulta menos tonto y la anécdota gana con ello.
Y como yo no comprendiese, el artista se encogió de hombros por razones que no diré".
(Max Jacob, El cubilete de dados).
Max Jacob engastaba sus poemas como un orfebre de la
palabra. Cavalcanti, ebanista, se afana por pulir las cajas que encierran el
misterio de su realidad.
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