Stéphane Mallarmé
(1842-1898) es el poeta moderno por antonomasia que, por más esfuerzos que se
hagan, jamás puede llegar a ser comprendido. Su escritura, como de otro modo
ocurre con la de Arthur Rimbaud, pero no con la de Lautréamont, exuda un
remanente de ilegibilidad que no deja de acentuarse hasta hacer estallar la
posibilidad misma de comprensión. Potencial víctima de estrés postraumático,
quien lo lee se arriesga a perder la capacidad de la lectura.
Mallarmé es tan
implacable con sus lectores como Paul Celan o incluso más. En el poeta rumano es
todavía posible observar el funcionamiento, enigmático, de un idiolecto propio
que lucha agónicamente con las mallas semánticas y gramaticales de la lengua
alemana. Puede que sea un idiolecto impenetrable, ya digo, pero, en último
término, resulta “reconocible”. En cambio, Mallarmé utiliza el francés tan
tersamente que se limita a dinamitarlo, es decir, a que pierda sus contornos
pero no su tonalidad ni su timbre. Un
coup de dés (1897), su tirada poética de dados, descompone la identidad del
poeta en miríadas de sensaciones sígnicas.
Mallarmé o, mejor dicho,
la ausencia que su nombre conjura en el poema, ha hipnotizado a pensadores
franceses postmetafísicos como Maurice Blanchot, Roland Barthes o Jacques Derrida. Sin aspavientos, con una gélida desconfianza, logra sencillamente lo
que ellos se han esforzado por conseguir con una conciencia de insuficiente
fracaso o de incompleta impotencia.
Un coup de dés exige del lector no tener ninguna expectativa, sino “vivir” solamente la
letra del poema, con un rigor casi funerario. Antes de la muerte del autor
predicada con furor por Foucault y compañía, ¿quién sabe si Mallarmé ya había
entendido que la muerte de Dios había convertido al lector en un simulacro del
sentido? El texto de la vida, del que había hablado Nietzsche, quizás no fuera
un mosaico de interpretaciones, sino el juego necrofílico de las
significaciones. Cadáver de signos, el lector-forense practica la autopsia del
poema, ¿o es al revés?
Me atrevo a proponer una
paráfrasis del Prefacio de Un coup de dés con voluntad
“reaccionaria”, es decir, anacrónica, a contrapelo de la lectura que, con el
talento y el aliento intelectual que me falta, ejecuta Derrida en La diseminación (1972). Como él, quedo
hechizado ante la primera frase: “Me gustaría que no se leyese esta Nota o que,
una vez recorrida, se la olvidase al instante”. Para contradecir el deseo del
“autor” comenzaré por el final del prefacio, bastante convencional, una especie
de desganada captatio benevolentiae,
para remontarme al inicio, allí donde el olvido se colapsa en la memoria de lo
por venir: el poema.
Poesía es palabra y es
música: palabra de la música. La semántica del logos se pliega sobre la
pragmática –el uso- del canto. El sonido, descompuesto, es analizado en su
fluencia tipográfica, donde verso libre y poema en prosa se confunden en la
percepción lírica de la narratividad del instante. La escritura sucede al
logos: la estrofa es reemplazada por la página; el verso por la línea; el ritmo
por el tamaño de los caracteres; el Poema por la
Idea. Al
final -¿o al principio?- el poema se decide en los blancos. La verosimilitud de la Idea se articula en el movimiento de fuga de los
signos. La différance abre la
revelación del significado: la nada.
“Los blancos, en efecto, asumen de entrada una gran importancia; la versificación exige de ellos, ordinariamente, como un silencio alrededor, hasta el punto que un trozo, lírico o de pocos pies, ocupa, en el medio, al menos un tercio de la hoja: no se transgrede esta medida; solamente la disperso”.
Como Mallarmé, como el
Poema, así la medida del lector, con un silencio alrededor, se dispersa en los
blancos de la cultura actual. ¿Acaso no ha muerto, como los dados que jamás
abolirán el azar, las figuraciones de su identidad, más allá del eco fantasmal
que hace resonar el número de ejemplares vendidos?
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