Le Duo (Le Mannequins de la Tour Rosel) Giorgio de Chirico (1915) |
Ricardo Gil Soeiro (1981), poeta
portugués y amigo desconocido, despierta en el mosaico de mis recuerdos
literarios asociaciones onomásticas que la lectura de Da vida das marionetas (Lisboa, 2012), su último libro de poesía, no ha hecho más
que confirmarme. Si un nombre es una célula que se multiplica en innumerables
mundos, todos siempre sincrónicos, sus poemas atraen las posibilidades
paralelas que Leibniz aseguraba, feliz, a sus mónadas.
Deambulando por los intersticios
de las palabras como el halo de un pensamiento de Bernardo Soares, Ricardo
parece haber aprendido, aunque se rebele, la lección de Álvaro de Campos:
“Vivir es pertenecer a otro. Morir es pertenecer a otro. Vivir y morir son la
misma cosa”. La sintaxis de la poesía siempre condensa el lenguaje del
ultramundo, ilegible. Desesperada paradoja, Ricardo la afronta, como su tocayo
Reis, con dignidad clásica. Allí donde la simetría y el orden se expresaban en
latín, ahora recorren las múltiples lenguas de una Europa evaporada: una imagen
fantasmal que atrapa al poeta en la tela de araña de enredados códigos. ¡Celebremos
sus funerales en paisajes desolados de lluvia inanimada!
Pudiera parecer la de Soeiro una
forma de ser posmoderno, y sin duda lo es, pero en ella late una resurrección
–quizás, mejor, una reviviscencia- que, perdida su condición trascendente,
conserva del momento estético su potencia alucinada. Su teatro de marionetas se
monta entre bambalinas, donde el yo del poeta se transforma, en el movimiento
inverso de Pinocho, en múltiples muñecos de madera. El protagonista poético encarna
la temible pregunta que atenaza la mutilada humanidad de la marioneta, siempre
al acecho en la oscuridad de la función a punto de comenzar o en el baúl
cerrado tras el telón caído.
Convocados a la luz de
torrenciales antorchas, comparecen en este poemario citas siniestras de Rilke, el obsesivo acorde de Stravinsky o las soledades distantes de Chirico. Los poemas
giran compulsivamente en torno a los grandes temas del modernismo, a los
autores de la alta cultura, tal como pueden
ser leídos en este inicio del siglo XXI en el cine y el teatro de marionetas, de Takeshi Kitano a Juliette Prillard.
La sacralidad perdida que el siglo XX profanó se revisita con el pavor
destronado con que Frankenstein podría perseguir a Mary Shelley por los
claustros de su imaginación.
Como un Kierkegaard a la
intemperie, Soeiro maneja unos hilos que se despliegan en un escenario de
repeticiones, entendidas a la manera de John D. Caputo, para quien el concepto
kierkegaardiano consistiría en “tener el coraje
para el flujo”. El sonido hueco de los títeres se mueve en la libertad de la
muerte sin que la palabra poética apenas puede conjurarla: los poderes de Orfeo
siguen intactos, pero mudos. Las sombras siguen hechizadas el sonido del
silencio, la afónica melodía del crepúsculo.
De los maniquíes de Bruno Schulz
a las piezas museísticas de los filmes de los Quay Brothers, asistimos a una
dialéctica modernista, con la esperanza en suspenso: qué somos si las palabras
sólo (se) dicen, acaso, su destino vacío. En la penumbra de lo neutro, amargamente,
se lamenta la voz maniquí de una de las máscaras del poeta: “De todo me
llamarán: / falso simulacro, criatura / inverosímil; e incluso por mera / sombra
engañadora me tomarán. / Soy apenas lo que soy”.
Dos versos soberbios de Gil Vicente, dramaturgo exiliado en la lengua del siglo XVI, me vienen ahora a la
memoria: “No ser querido y amar / es gran passión”. El amor de no ser queridas
mueve los juegos pronominales (yo y tú) de las marionetas de Soeiro. La
obsesiva insistencia en el “eu” de
los primeros quince poemas prepara,
en los otros quince, una reflexión metapoética en torno a la existencia
incierta que teje el diálogo con el tú del lector, figuración soñada entre los
saltos de los versos. Siempre amenazado por una muerte presentida, el poema, de
entre los signos, engendra un espacio de fulguraciones que el ritmo perpetúa: “Cuando,
olvidado, regreses de las estrellas /más tardías, reconocerás, en fin, que
habré / sido siempre yo la fiel morada que buscabas. / Entonces y sólo
entonces, perduraré yo, mortal e / imperfecto, en el rastro de ceniza que dejes”.
Para Soeiro, morir es absurdo,
una belleza despilfarrada. La voz en forma de poema que acoge el rumor de los
naufragios lectores intenta salvar las dovelas dispersas del sentido. Disiento:
lo que es absurdo es no morir; nos resistimos tanto, con intensa melancolía, al
olvido porque deseamos que la herida de ser no deje nunca de cicatrizar.
“Las cosas no se mueven: solo el mar indescifrable
es real, casi perfecto en el desamparo que nos trae.
Están incompletas: es propio de las cosas
ser estrellas imperfectas.
Buscan la palabra que les falta,
carecen de un fulgor exacto.
Es por eso que siempre se escribe con retraso.
En las palabras siempre es un poco demasiado tarde.
Apenas se escribe lo que el tiempo consiente.
Se ama la amargura de jamás encontrarse en paz”.
Leyendo los poemas de Soeiro he
tenido la extraña sensación de haber visitado los espejos repetidos de mis recuerdos, que
siempre se escriben con retraso. La amistad es otra forma de escritura. Él lo sabe.
Excelente reseña. Qué gran poema el citado para terminar. Dobles gracias.
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