Los tigres y los gauchos de Jorge Luis Borges (1899-1986) me
crispan. Las selvas y las llanuras pampeanas donde habitan unos y otros se
multiplican en los espejos del olvido cuyos cristales no hay modo de acuchillar.
Por ello, como en García Lorca, la atracción borgeana por los puñales es también
casi histérica. Sin embargo, los laberintos, como los cármenes barrocos,
dispersan entre encrucijadas los rostros de sus héroes, aquellos seres que uno
descubre paseando por los arrabales de la memoria, sin sombra ni reflejos, puro
fulgor de la nada.
Digamos que Borges trabajó la biblioteca como un apotecario.
Combinó fórmulas magistrales, al modo de un alquimista del Renacimiento. Quizás
el sombrío Paracelso le había comunicado el secreto de convertir el fango de
las sílabas en el oro de las imágenes, verbo eterno de la creación
ininterrumpida. A veces los mejores poemas de Borges son narraciones de
traidores y alemanes. Sus relatos inmortales son acaso los aforismos perdidos
de algunos poemas en esbozo.
Entre los senderos de sus versos, hay un poema que ha
asaltado mis desvelos desde hace años. Es uno de los titulados “Heráclito”,
fechado en East Lansing, en 1976. Comido por la nostalgia de Buenos Aires, un
hombre gris, uno que falta, tal como se define lacónicamente, es abandonado por
la tarde de Éfeso junto a un río ignorado. En su voz esculpe la famosa
sentencia del devenir. Mientras la pule se percata de que su nombre, su letra,
su eco, están ya escritos en el futuro de los filólogos: que, como el agua,
nadie, él mismo, baña las orillas de la imaginación dos veces. El flujo
imparable es eterna inmovilidad.
A mí me ha pasado asomado al Támesis: “Se detiene. Siente /
con el asombro de un horror sagrado / que él también es un río y una fuga”. Sin
melancolía, con pavor, he sentido que la ciudad se multiplicaba, serpenteaba,
me acorralaba en el inabarcable laberinto de sus deseos contrapuestos. La
ciudad-río me volteaba, me devoraba, me evaporaba. Para conjurarla, hube de
subir, como peregrino clandestino, a Hampstead, jardín del atardecer, a ver los
destellos de poniente entre arboledas fatigadas. La intensidad de la luz, en un
instante, calmó el salvaje ulular de la ciudad perpetuamente mutante. Uno que
huye, a raudales.
También entre los caminos de sus cuentos, regreso siempre a
la misma isla circundada de ruinas (Las
ruinas circulares). Otro hombre gris desembarca en la noche unánime con un
solo fin: engendrar un hombre con la ceniza -¿con el polvo?- de los sueños.
Bajo una apariencia gnóstica, este demiurgo debe emprender por dos veces su
tarea antropogónica. Su paternidad convertiría el simulacro en existencia
olvidada: segregación imaginaria de un perdido poder ontológico. “En el sueño
del hombre que soñaba, el soñado despertó”.
Como en la tempestad shakespereana, quien despertase estaría
tejido de la misma materia del acto de soñar. No es que fuese sueño sino que,
soñando, despertaba al ser del sueño. El logos del sueño es el doble del fuego
de Heráclito. Si para Hamlet el ser era dormir, soñar, morir tal vez, entre el
hombre que sueña y el que despierta se consume un fuego que es uno y el mismo.
Como dice el primer fragmento de Heráclito: “A los demás hombres les pasa
desapercibido cuanto hacen despiertos, igual que olvidan cuanto hacen dormidos”.
A este hombre, en cambio, el olvido del sueño le hace recordar que su creación
es fatalmente eterna.
“Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo”.
¿Soy una apariencia? ¿El sueño de un dios soñado? No lo creo, pero sospecho con terror, con humillación, con alivio que la apariencia
de este mundo pasará por incendios tan simbólicos como real será su
destrucción.
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