Entrada de Cristo en Bruselas en 1889,
James Ensor (1888)
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De paso y por curiosidad, con diletantismo culposo,
desde hace un par de años he sobrevolado, por su ponderado rigor, las obras
medievales de Rémi Brague (1947). La lectura reciente, casi en paralelo, de Moderadamente moderno (Madrid, 2016) y de
Sur la religion (París, 2018) me ha
impresionado vivamente. Como una nota personal a pie de página, querría dejar
anotada algunas de sus causas.
Brague sigue interesado en redescubrir el lugar de la
religión en el espacio público, en medio de una sociedad multicultural y
global. En Moderadamente moderno, separados
por una reflexión sobre el concepto de «secularización», Brague dedica sendos
capítulos a la tensión entre ateísmo y superstición y a la ambigua opción entre
democracia o teocracia que, de una manera superficial, parece llenar la boca de
argumentos apresurados a quienes han descrito la raíz de la crisis global como
un enfrentamiento -o alianza- de civilizaciones.
En cuanto a la primera disyuntiva el eje de la rápida
exposición histórica de Brague gira en torno, por un lado, al argumento de
Plutarco y, por otro, al de Pierre Bayle. Para Plutarco el ateísmo es más
respetuoso con los dioses que la superstición: “Es más honorable decir que no
existen que presentarlos como ladrones, vengativos y adúlteros”. Bayle consideraría por su parte más fácil de gobernar una sociedad de ateos que
otra de fanáticos e idólatras. La práctica de la virtud no dependería de la
religión, sino de la aplicación pedagógica y moral del carácter constrictivo de
las leyes humanas. Su eficacia sería la misma “solo con que hiciera castigar
severamente los crímenes y que vinculara el honor con ciertas acciones y el
deshonor con otras”.
Entra así en juego un factor decisivo de nuestra
época, que no tiene ya que ver con los «dioses» sino con la experiencia
«monoteísta». ¿Es la religión la cima de la superstición? ¿Es la teocracia la expresión
máxima del fanatismo, a la que cabe oponer como su contrario la democracia?
Para Rémi Brague el centro de la cuestión estriba en
la estrecha relación, inseparable, entre derecho y religión. La ley es el fundamento
de la sociedad humana, no como un absoluto, sino en el carácter relacional de la
doble acepción con que puede aprehenderse el concepto del término religio: “re-ligación” y “re-lectura”.
Según el autor de La ley de Dios, la democracia presenta fundamentos teocráticos -a través, por
ejemplo, de la noción de conciencia, compartida con sus peculiaridades por las
tres grandes religiones monoteístas-. La democracia forma
parte del corpus político de la tradición occidental, hasta el punto de que
podamos hablar de cuatro tipos: la «democracia» griega, basada en la condición
de ciudadanos libres; la «etnocracia» y la «laocracia», que son las dos formas que
caracterizan las democracias representativas modernas, de base nacional y
cívica respectivamente; y la «ummacracia», de fundamento religioso y natural,
que caracterizaría el mundo islámico.
Como puede observarse, no existiría una oposición
real entre democracia y teocracia. Brague subraya en diversos momentos de Sur la religion que, de entre todas las
religiones, sólo el cristianismo es una religión y nada más.
Excepción y no regla, su particularidad consistiría en no elevar ninguna
pretensión de introducir una nueva legislación. Con Pedro cabe repetir que “Hay que obedecer a Dios
antes que a los hombres” (Hchs. 5, 29), lo cual implica que las leyes humanas no
sólo puedan estar en desacuerdo con la ley de Dios, sino que es preciso contar
con ello firmemente. A diferencia del judaísmo y del islam, el cristianismo es
una religión estrictamente escatológica, pues introduce una discontinuidad esencial
e irreductible en la noción de tiempo.
En un capítulo ilustrativo de Sur la religion, “Droit et religion”, Brague señala que no basta
conformarse con la oposición entre positivismo jurídico y iusnaturalismo para
entender el fundamento legal de las sociedades humanas. Reclama contar con un
tercer concepto: la ley divina. Mediante la descripción de sus mutuas
relaciones estructurales, mediante binarismos que destaquen sus rasgos comunes
y distintivos, no sólo es posible mostrar la periodización histórica de la
Antigüedad, la Edad Media y los Tiempos Modernos, sino también reflejar la
permanencia de los elementos no dominantes en cada época como factores necesarios
de su contraste.
Tengo la impresión de que, moderadamente moderno, Brague
procura ofrecer una síntesis entre el formalismo kantiano y el (sobre)naturalismo
aristotélico del Aquinate, incluyendo sus inclinaciones platonizantes. En su esquema, por consiguiente, el vértice del
triángulo está ocupado por el derecho natural, cuyo lado funcionaría como la hipotenusa
del positivismo jurídico y la ley divina. El contenido del derecho reclamaría,
así, del carácter positivo de las normas la relación con lo divino. De este
modo, se pretende contrarrestar, por un lado, la tentación teocrática que no puede
admitir la armonía cósmica de la conciencia individual y, por otro, el rechazo
positivo de la idea de soberanía de lo divino.
Brague observa con acierto que “a largo plazo, lo
humano no podrá apoyarse sobre otra cosa que lo divino”. Pero discrepo de su
equidistancia en un matiz. Invoca lo natural como muralla “para contener la
arbitrariedad de la legislación humana, pero también decididamente contra las
pretensiones de una ley divina. En otros términos: no solamente contra el
relativismo de las normas, que hace temer tanto a algunos, sino también, y
quizás de manera más importante, contra un absolutismo teológico”.
Como en las actuales circunstancias históricas y
políticas considero evidente por sí que es inviable la realización de cualquier
absolutismo teológico de ascendencia judeocristiana, posibilidad que anida sólo
en los perversos delirios de autojustificación intimidatoria de un conglomerado
ideológico que suele recibir el paradójico nombre de «Nuevo Orden Mundial», lo
natural no deberá ejercer de dique “entre” sino “frente a” una legislación
arbitraria potenciada por un absolutismo a-teológico.
Intuyo que la renombrada «cristianofobia» que gana
terreno en las sociedades occidentales y que, a mi juicio, es necesariamente indisociable
de una paralela y acelerada «islamofilia», es el síntoma de una mutación profunda,
de largo alcance, en el corazón mismo de la concepción de democracia. Puesto
que no excluye la teocracia, la única forma práctica de combatir la religión será
empezar a construir la democracia sobre los fundamentos de una correspondiente a-teocracia.
Para Brague, “la paradoja interesante consiste en que
lo que aparece cada vez más claramente es que la infraestructura de lo humano
no puede fundarse sino en la religión”, pues, desde un punto de vista político,
el contractualismo legal vigente no puede satisfacer la búsqueda del sentido
metafísico de la existencia humana como algo bueno o malo. Ahora bien, en los
albores de una época transhumanista tengo mis dudas de que la necesidad humana
de creer en un dios no sea sometida a un proceso de (de)construcción
irreligiosa.
Creo que estamos asistiendo a un implacable proceso
de sacralización de lo profano en tanto que profanado. Es lógico que el
cristianismo sea acosado con una voluntad implícita de exterminio, mediante
diversas tácticas de violencia institucionalizada, para las cuales la
ateocracia en su versión democrática cuenta con los más sofisticados
dispositivos: petición canónica de eliminación del celibato identificado como
causa de los abusos sexuales; supresión legal del secreto de confesión
identificado con el encubrimiento criminal; limitación estricta de la libertad de
conciencia clasificada primero como coacción moral, cuando no a punto de ser
regulada como delito de omisión (sanitaria y/o educativa); restricción de la
patria potestad entendida como resistencia ilegítima al ejercicio de la
autoridad del Estado…
Asfixiada en el ámbito privado, la simbología
religiosa será extirpada de su dimensión social y sustituida por un emocionalismo
que garantice el cierre disciplinar y autosatisfecho de una sociedad cuyos miembros
no podrán contar con ningún tipo de apoyo externo. Como en un cuento de
Maupassant que ahora no logro encontrar, todas las puertas de la mazmorra estarán
abiertas y sólo, a punto de franquear el umbral de la libertad, notaremos a
nuestra espalda la mano de un comprensivo inquisidor preguntándonos adónde queremos ir
teniendo tantas cosas pendientes de qué hablar.
“Nuestros sistemas jurídicos occidentales parten de la idea según la cual en el hombre se puede descender hasta un nivel elemental anterior a la aceptación de tal o cual acceso al mundo de lo divino. El hecho de ser un hombre sería más profundo que la división del género humano en diversas religiones. Sin embargo, no hay nada en ello que vaya por sí. A fin que lo humano pueda poseer un valor, cabe no tanto que el hombre reciba de Dios órdenes a ejecutar, sino que Dios comience por pronunciar sobre la esencia y la existencia del hombre un juicio aprobador. Es muy posible que nos veamos forzados a fundar este primado de lo humano, y como resultado nuestros sistemas jurídicos occidentales, sobre una cierta teología de la creación”.
(Rémi Brague, Sur la religion).
Güelfo, monacal, mientras (des)espero, seguiré mirando a Quien traspasaron.
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