De mis
lecturas juveniles de Octavio Paz, que había conocido a André Breton en 1946, se me quedó grabada su idea de que el Surrealismo había sido la última revolución moderna. Último vástago,
violento y degenerado, del Romanticismo, en él se colapsaba, por un exceso de
energías, aquella ruptura de la tradición clásica que inauguró en el siglo XIX
una tradición de la ruptura, tal como la definía el mismo Paz. Todos los
movimientos vanguardistas posteriores habrían bebido de sus intuiciones; mejor
dicho, habrían saqueado su irresistible impulso revolucionario.
Creo recordar por ello que el poeta mexicano juzgaba su
importancia, más que por sus logros artísticos, por la actitud vital,
libertaria, de su programa estético. Era tan moderno el surrealismo que
alumbraba ya los juegos de la posmodernidad. Salvador Dalí -Avida Dollars, como en anagrama lo llamaba
Breton−lo entendió enseguida.
Me parece que este planteamiento canonizaba demasiado pronto al movimiento surrealista, incorporándolo al panteón ilustre de las Vanguardias históricas. Su centralidad se halla, más bien, dispersa en los márgenes por los que buscaba escapar de las mentiras lógicas de una sociedad estructurada según los criterios burgueses del capitalismo. El surrealismo bretoniano bulle en el magma nocturno de la tradición hermética, bastarda, romántica.
En términos niezscheanos, el cubismo sería rupturismo
apolíneo; el surrealismo, engendrado por el dadaísmo, negación dionisiaca. La escritura automática, fruto del automatismo psíquico,
conecta, por las galerías subterráneas de la poesía, con Rimbaud, sí, pero
también con Lautréamont y, al final de la subconciencia, con Sade. Nadja es la
Justine de Breton.
Pontífice
sumo del surrealismo, como lo definiera André Gide, tan dogmático e
intransigente con la pureza libertina de su movimiento, del que expulsaba
cualquier mínima disidencia, André Breton había proclamado, en efecto, en 1935
que su objetivo era aunar la máxima de Marx: “Transformar el mundo” y la de
Rimbaud: “Cambiar la vida”. Como es evidente, de inmediato le hicieron sentirse
obligado a abandonar el Partido Comunista.
En el fondo, Breton nunca pudo deshacerse de la bata blanca
de psiquiatra que teoriza y teoriza con los locos sobre los locos y desea ser
un loco que siga teorizando de los locos y con los locos sobre los cuerdos, y
que, en el fondo, no deja de ser un psiquiatra furioso cuya bata se ha
convertido en una camisa de fuerza de la que no puede desprenderse.
Robert Desnos soñando |
La sintaxis de sus escritos es brutal; ni artística ni
científica. Se trata de una escritura que se desenrolla con la precisión
alquímica de lo incomprensible. La coherencia alerta y mineral del idioma
francés en su mano suelta chispas al contacto del cuchillo de cada frase. De
repente, su lenguaje se ilumina por azar imprevisto y, a pesar de las ataques
verborreicos que solía padecer, se desencadena la fisión imaginaria de los
sueños y la realidad. No me extraña que expulsase a Robert Desnos del grupo.
Era su antítesis: Desnos, como un sonámbulo, vivía trabajando y soñaba sin trabajar.
Lo fascinante del surrealismo no consiste en su capacidad de
insuflar vida en el arte o viceversa, y mucho menos en la gratuidad subversiva
y hasta terrorista de sus primeras acciones (para Breton, un acto surrealista
sería bajar a la calle con una pistola y empezar a disparar al azar, como un vulgar asesino en serie). En él sigue atrayendo la percepción de que entre arte y vida hay rendijas que abren el camino de la
sobrerrealidad. Es el espacio abierto por un choque que no es lógico sino fruto
de una arbitrariedad instantánea, lúcida y críptica, que libera el eros total
de la imaginación. Ser surrealista es, en definitiva, entregarse al amor fou que emerge del azar objetivo.
Les amants (1928), René Magritte. |
Así, L’amor fou (1937), ensaya,
parafrasea, cronifica el descubrimiento anterior de Breton en sus andanzas tras Nadja (1928). El amor loco, salvaje, es una experiencia plutónica: está vinculada a la poesía y al Hades, a las fuerzas cósmicas de la creación y del mal. Lo más terrible, lo más destructor, lo más Real es el cumplimiento del deseo. Objeto y espíritu se abrazan furiosamente en el encuentro casual provocado por la atracción de sus propias energías distantes. Para evitar su inmovilización en el inframundo, es preciso perder la identidad y resistir, a la vez, su pérdida. Como los amantes de Magritte, reconocerse y desconocerse es el movimiento de la búsqueda. La surrealidad es el residuo ignoto de la identidad alterada.
“Es posible que la vida exija ser descifrada como un criptograma. Escaleras secretas, marcos cuyos lienzos se deslizan rápidamente y desaparecen para dejar paso a un arcángel que esgrime su espada, o para ceder su sitio a quienes siempre deben ir hacia adelante, interruptores que, pulsados indirectamente, hace que toda una sala se desplace en altura, en longitud y que cambie la decoración con la mayor rapidez: es lícito concebir la mayor aventura del espíritu como un viaje de esta clase al paraíso de las celadas”.
Con gafas de motorista a través de un papel en blanco, André
Breton mira, alucinado, el objetivo instantáneo del deseo: la muerte.
Me ha gustado muchísimo esta entrada, Armando. Sé cuando me salta a los ojos la redondez, es decir, la perfección (conceptual, argumentativa, estilística) de un post, y en este caso saltó.
ResponderEliminarEres muy amable. El surrealismo me hechiza y me repele. Es esa tensión la que has captado tan generosamente en tu comentario.
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