Al poeta norteamericano Ezra Pound (1885-1970), excelso
lunático, se deben traducciones al inglés de Confucio, de Li-Po, de Rabindranat Tagore.
Conocedor inmenso del stilnovismo,
tradujo, parafraseó, amó a Cavalcanti. Sin él, The waste land de T. S. Eliot no tendría su fuerza daimónica (“¡Shanti,
Shanti, Shanti!”). Sin su ayuda, le habría sido más difícil a Joyce publicar el
Retrato y el Ulises. Sin su apasionamiento creativo, careceríamos de sus excéntricos Cantos, creados al ritmo de la locura, del
encierro y del estigma social que cayó sobre el nombre de este “traidor a la Patria”
tras la II Guerra Mundial.
Fascista, anticapitalista, su obra es norteamericana hasta
la médula de su condición exiliada. Pound fue el hijo crápula que Walt Whitman habría desheredado. Creándola, derrochó una obra tan inmensa como la de su
padre.
Si traigo a Pound a este rincón, es sólo por uno de sus
primeros poemas, “Francesca”, escrito probablemente en Venecia hacia 1908.
Poema casi adolescente, resonó en mí, por primera vez, a esa edad incierta en
que el mundo brilla tanto que uno trastabilla a oscuras por él. Me ha
acompañado durante treinta años, primero en la traducción de Ernesto Cardenal
-¡el cura sandinista!- y Coronel Urtecho, y, después, en la edición inglesa de Personae.
"Tú saliste de la noche
Y había flores en tus manos,
Ahora saldrás de entre un barullo de gente,
De entre un tumulto de conversaciones sobre ti.
Yo que te había visto entre las cosas prístinas,
Me encolericé cuando decían tu nombre
En sitios ordinarios.
Quisiera que las olas frescas cubrieran mi mente,
Y que el mundo se secara como una hoja seca,
O que como semillas de diente-de-león fuese aventado,
Para que pueda encontrarte de nuevo,
Sola."
Durante años creí que me había hechizado la búsqueda de esa
Francesca, sola, que salía prístina de entre la multitud de conversaciones en
la noche. Por supuesto nunca la encontré, pero estaba allí delante de mi
imaginación con la misma intensidad lumínica que Katherine Hepburn al borde de la
piscina en Historias de Filadelfia:
gélida, sí, pero abrasando las manos y los ojos que se le acercan.
A Philadelphia Story (1940), dir. George Cukor.
Steiner ha reconocido que “los compases iniciales y el martilleante accelerando de «Je ne regrette rien» de Edith Piaf –el texto es infantil, la
melodía estentórea y la política suscrita por la canción poco atractiva-
seducen todos mis nervios, me llegan hasta el hueso como una quemadura fría y
arrastran la razón hasta sabe Dios qué infidelidades cada vez que oigo la
canción y cuando la oigo, inesperada y recurrente, en mi interior”. Acúsenme
de romanticismo trasnochado y seré el primero en reconocer que el poema no es
especialmente brillante, pero me pasa con el poema de Pound lo que a Steiner
con la canción de Piaf: el texto es adolescente, el ritmo delicuescente y su
sensibilidad naïf. Pero cada vez que vienen a mi memoria algunos de sus versos
se dilatan mis pupilas y mis manos tiemblan como hojas de otoño.
Pero no es el recuerdo de Francesca, de su sombra o de su
halo, el que me hace estremecer. Siempre he sabido que alcanzaría sólo su
imagen si quisiera que las olas frescas anegaran mi mente (might flow over my mind) y que el mundo se secara como una hoja
muerta (dead leaf) o como semillas de
dientes-de-león (as a dandelion seed-pod),
y que entonces fuese esparcido (and be
swept again).
Al leer, al masticar estas palabras, se produce el misterio
de que mi mente se anegue y de que el mundo se avente y de que todo yo sea una
ola fresca, una hoja muerta lanzadas más allá de mí mismo. La poesía es el
lugar performativo por excelencia: el decir hace aparecer lo que convoca, por
más que entre sus intersticios se cuele la conciencia de sus límites, de la
precariedad de su éxtasis.
Paolo y Francesca (1864), de Anselm Feuerbach.
La Francesca del poema de Pound remite seguramente a la
protagonista del Canto V del Infierno de
Dante, en un pasaje conocidísimo. Casada con un deforme, la joven lee la historia
de Lancelote y Ginebra al lado de su apuesto cuñado Paolo. Ambos se besan en el
momento en que llegan a la escena en que los personajes artúricos hacen lo mismo. No
compensa la literatura los sufrimientos y las carencias de la vida, no; los
define y los trasciende.
Como James Stewart, enfebrecido, adelanta las manos para
acariciar el fulgor que desprende la Hepburn, así Paolo, en el cuadro de Anselm
Feuerbach, contempla concentrado, en la penumbra, la boca de Francesca transfigurada
por la lectura. Es un instante condenado al beso o a la destrucción. Aunque uno
esté llamado a encontrarse con Beatriz en el Paraíso, siempre acaba pasando lo
mismo que le ocurrió a Dante que “caddi come corpo morte cade”.
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