Opustena, Franz Kline (1956) |
Apenas adolescentes, escuchábamos los fines de semanas en
casa de un amigo discos de sus hermanos mayores, que eran muy progres. Con más
o menos empacho, pinchaba las canciones de Cat Stevens (antes de ser,
oh, Yusuf Islam), Donovan, John Denver y el resto de
la banda cantautora anglonorteamericana, además, claro está, de los
“latinoamericanos”: Pablo
Milanés, Silvio
Rodríguez, Víctor
Jara… ¡Qué tiempos, Dios santo! Sobrevivimos, pero cómo…
Hasta la coronilla de los frailes que supuestamente nos
educaban, tan adeptos a la pestilente moda de poner letra religiosa a música
pop, resistí durante años como pude los efectos de tatarear la melodía de Sounds of Silence
mientras entonábamos el Padre nuestro, agarraditos de la mano en la capilla del
colegio. Su recuerdo, musical y visual, aún me ronda como una tentación
blasfema. Como versificó Miguel d’Ors, “Tu amor no tiene fin, Señor: Tu pueblo,
/ que atravesó el desierto y el Mar Rojo, / también logró pasar –mayor prodigio-
/ la segunda mitad del siglo XX”. Sediento y sin duda tullido, habré conseguido
entrar a la tierra que no mana ni leche ni miel, pero que acoge, felices, mis
huesos cansados en este fértil monasterio desde el que escribo.
Entre toda aquella música –no menciono a conciencia a la cantautora innombrable− ocupa
en mi memoria un lugar especial Bob Dylan
(1941). Y sólo por su mejor canción: Like
a Rolling Stone
(1965), que, con esa voracidad obsesiva de los quince años, podía escuchar
diez, doce veces seguidas. La historia de su composición es bien conocida; tanto como la
curiosidad que ha despertado la chica inspiradora de una canción de venganza y
de odio gélido, aparentemente gratuito.
Al margen de si Andy Warhol era o no el
diplomático con un gato siamés en el hombro, nunca me ha parecido que hubiesen
sido las drogas la causa de la degradación de aquella muchacha que, tras caer de
una buena posición social, escarbaba en los cubos de basura y se relacionaba con los
mendigos a los que antes ni siquiera habría lanzado una mirada sino divertida. Los Rolling Stones, tan
pedantes, en el videoclip de su versión la convirtieron en una yonqui con
percepción alterada. Más memorables, de este subgénero musical de jóvenes drogadictas prefiero la lírica Clara, de dureza
dulzona, en la voz de Joan
Baptista Humet, o la canallesca y presidiaria Princesa
del ínclito Joaquín
Sabina. No, mi piedra rodante, sin drogas o con drogas, ha perdido todo
apoyo, ha vuelto a una situación adánica, expulsada del paraíso, ante la mirada
cainita del cantante. ¿Hay que decir que me parece una metáfora perfecta,
profética, de la fiesta de los 60?
Con los años me ha dejado de interesar cualquier versión que
no fuera la del festival folk de Newport en 1965. En una ocasión logré ver en
youtube, antes de que fuese bloqueado el video, la
grabación desde la salida al escenario de Dylan con sus acompañantes hasta el
momento en que lo abandonan al acabar de tocar. Es legendario el escándalo que
se montó, con los puristas increpando a Bob Dylan para que tirase la guitarra
eléctrica. Se ha llegado a matizar asegurando que el ambiente ya estaba caldeado
porque el cantante se había negado a participar con más de tres canciones. Por
unas u otras razones, Like a Rolling
Stone fue un desastre en una de sus primeras audiciones públicas. Y a mí este rechazo a la que es una obra maestra me
deja todavía más pegado a su estribillo: “How does it feel?”.
Con un foco fijo, Dylan canta desencajado, con un rumor de
fondo que no cesa. Acaba de espaldas al público y sale pìtando seguido, completamente
demudados, del melenudo del bajo y del barbudo del órgano (o al revés, no
recuerdo bien, entre tantos claroscuros). Quisiera creer que uno de ellos está
tentado de dar a los espectadores un corte de mangas, pero que razonablemente
se contiene para que los tres puedan salir vivos de allí.
El poeta, seguro de sí aunque vacilante, alza la voz sobre un público,
que, a la contra, le entiende inconscientemente. Toda la porquería que suelta
sobre la protagonista de su canción le refleja de un modo estúpidamente deslumbrante.
El famoso riff del órgano es un murmullo tristemente orgiástico. La armónica,
un grito que tapa los gemidos de una frustración amorosa inesencial. Las
imágenes surrealistas, entrecortadas, surgen de un fondo insaciable,
irresponsable (en el sentido también de que no puede ser respondido), emergiendo completamente vacío. Más que deshumanizada, su protagonista ha quedado desnuda
de su dignidad. La imagen de su cuerpo, un objeto en rayos X: el hombre más allá
del hombre, cara a cara Dios y el sujeto, una vez que ambos han sido declarados muertos por la
cultura capital de la posmetafísica.
“Princesa en el campanario y toda esa gente guapa
bebiendo convencida de su éxito,
intercambiando todo tipo de preciosos obsequios.
Pero más vale que te apartes.
Que empeñes ese anillo de diamantes.
Te hacía mucha gracia
aquel Napoleón andrajoso, y cómo se expresaba.
Ve ahora con él, te llama. No puedes rechazarlo.
Cuando no tienes nada, nada tienes que perder.
Ya eres invisible. No tienes secretos que ocultar.
¿Qué se siente?
¿Qué se siente,
a solas en la vida,
sin un hogar en tu destino,
como una completa desconocida,
como una piedra rodante?”.
Sin secretos, sin hogar, plena transparencia, ¿qué desierto
no nos engullirá para la satisfaction especular de una sociedad hedonista?
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P. S. Mi discípulo blanchotiano, atento a «neutralizar» la
memoria de su «maestro», me envía el enlace del Festival de Newport. En lugar
de dos hay tres acompañantes. Ninguno lleva barba y el “melenudo”, al órgano,
lleva una cinta en la frente. Pero la luz cenital, cadavérica, permanece
intacta en el blanco y negro de mi recuerdo. Y más allá, como un residuo
ausente, el vídeo se oscurece antes de que salgan del escenario. “How does it
feel?”.
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