En la imagen que encabeza este blog, Dante Alighieri, el
Poeta por antonomasia, coronado de laurel, vuelve la cara hacia su amigo Guido Cavalcanti.
De alguna manera simboliza que hasta los más grandes necesitan en su ascenso a la cima quien lo
acompañe, pero sobre todo a quien hablar.
De las relaciones entre ambos poetas florentinos está casi
todo dicho. Ezra Pound los admiró sin límites, pero tal vez resentía el desdén
que Dante había infligido a su amigo pasando como de puntillas por su nombre en
la Commedia. Frío se mostraba en el Infierno X con el padre, Cavalcante dei Cavalcanti, que le había preguntado
por qué no le acompañaba su hijo. Dante, consciente de su superioridad poética,
a esas alturas no miraba ya al pasado inmediato, cuando con Guido sentaron las
bases del "dolce stil novo", sino a la inmortalidad.
¿Cómo pensar en Cavalcanti cuando su guía era ahora Virgilio?
Dante, en el exilio, desencantado hasta de los suyos, los güelfos, respondería
con sobrehumano cansancio a las esperanzas de otros tiempos. Bajo la bandera imperial, y cristiana avant la léttre, de Virgilio, erguiría
el monumento de su soledad.
En el Purgatorio XXVI la superioridad poética de Cavalcanti era
reconocida por alusiones. Estoy convencido de que el Toscano insinuaba que,
pese a la fama de irreligioso que se atribuía a su compañero poético, no habría
dudado en colocarlo, de haberse dado el caso, en el lugar de la purificación
del alma. Claro que él, aún vivo, estaba destinado a llegar a la cumbre del
amor “che move il sole e le altre stelle”. Presto a alcanzar un silencio
infinitamente colmado de sentido, es difícil tener oídos para quien había sido,
según confesión propia en la Vita nuova,
“el primero de mis amigos”.
Seis poetas toscanos (1544),
Giorgio Vasari
Giorgio Vasari
Dante amaba demasiado la antigüedad. Cavalcanti, demasiado
moderno, desconfiaba de una pureza que no fuera el triunfo material de la
inteligencia. Irónico y sarcástico, se habría burlado del desequilibrio entre
la sublimidad poética del amor dantesco por Beatriz y su venéreo comportamiento
cotidiano. Que él encontrase una pastorcilla en un bosque, en un ambiente
intensamente estilizado pero eróticamente inmediato, no restaba un ápice a su
crítica: en él el arte depuraba la vida, no la enmascaraba. Dante podía
ascender al cielo, pero el permanecería, alegremente desesperado, en esta
tierra nuestra de dolores y placeres.
Tal vez la amistad encierre el misterio de la traición. Pudiera
ser que el amigo no sea tanto la mitad de la propia alma, como sentenció
Cicerón, cuanto su huésped. Los amantes se buscan. Los amigos se encuentran. Tan
estrechos pueden ser sus lazos que, de alguna manera, la mejor forma de
conservarlos es tomando distancias. En la juventud la amistad es desaforada. En
la madurez, rara y desengañada. Es posible que, a ciertas alturas de la vida,
la traición sea una forma de hacer justicia al amigo, a pesar de ser irreparable.
Pero su muerte, destejiendo los hilos de la memoria, es la única traición que
uno nunca podrá perdonarse.
Emprendiendo su peregrinación el Viernes Santo de 1300, Dante
evita enfrentarse, por unos meses, a la sombra poética de Cavalcanti. A un
amigo se le puede traicionar, nunca juzgar.
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