Ritratto di Giulia Gonzaga (1535), Sebastiano del Piombo |
Juan de Valdés (1509?-1541) es un personaje enigmático. Cuando lo estudié en la
Universidad, parecía que su figura impetuosa, un palmo por encima de la de su
hermano Alfonso, secretario del emperador Carlos y a quien, no obstante, se ha atribuido la paternidad del Lazarillo de Tormes (1554), se debía únicamente al Diálogo de la lengua (1535). Mis profesores, laicos todos ellos, no acababan de
aceptar que esta obra no era sino una variación del tema central valdesiano: la
Escritura sagrada. A fin de cuentas, entre el Diálogo de doctrina cristiana (1529) y sus finales Ziento y diez divinas consideraciones (1550) el pensamiento de Valdés
no dejó de girar en torno a la fe que justifica por la Escritura sola.
La lengua
castellana y la italiana que al final de su vida usó indistintamente, en una
tensión de ida y vuelta, no eran más que los márgenes por los que circulaba un
estilo que hizo las delicias de Menéndez Pelayo, el cual no podía evitar
sentirse aterrorizado por la capacidad de persuasión del conquense, como dejó
entrever, a su modo montaraz, en el capítulo que le dedicó en la Historia de los heterodoxos españoles.
José Constantino Nieto tiene un libro clásico, insuperable, sobre nuestro personaje:
Juan de Valdés y los orígenes de la
Reforma en España e Italia, que fue publicado en inglés en 1970 y que, revisado,
se tradujo al castellano en 1979. Aprendí muchísimo de él y todavía hoy lo
hojeo de vez en cuando para confirmarme en lo que denominaba el "evangelismo católico" de un Francisco
de Osuna o, mejor, de un San Juan de Ávila.
A Nieto,
supongo, esta cerrazón le habría parecido una contumacia supersticiosa en el
error babilónico, pero debería saber que para un cavalcanti tan ínfimo como
quien suscribe estas líneas su estudio, modélico, ofrece la visión más matizada
y certera de la originalidad valdesiana en la Reforma hispánica.
Claro que en
el Diálogo de la lengua –en castellano
retraducido del italiano− brilla el humanista Valdés, pero la profundidad de su
humanismo resulta incomprensible sin la lectura –en italiano traducido del
castellano− del Alfabeto cristiano.
Cerrar los oídos a esta verdad que proclama sin desfallecer Nieto es un pecado
contra el espíritu de la lengua valdesiana y, más aún, contra el Espíritu de su
predicación.
En Nápoles,
hacia 1535, Valdés asoció a su círculo a Giulia Gonzaga (1509-1566). A mí,
personalmente, la relación entre ambos, tan educadamente velada, siempre me ha
parecido inquietante. En el Alfabeto entre
el conquense y la napolitana saltan chispas espirituales y sólo chispas
espirituales. A Teresa de Ávila se le atribuye la frase “entre santa y santo,
pared de cal y canto”. Valdés y Gonzaga, que no lo eran, no la necesitaron para
fugarse juntos, cada uno por su lado, entre los vericuetos de su diálogo. Iniciaron la fuga de su deseo hacia Dios a través de las palabras
que se intercambiaban in absentia.
Hace más de
una década escribí un pequeño texto en que intentaba explicarme esta
fascinación mía –moderadamente menendezpelayista, lo reconozco-. La
transcribo, por errónea seguramente, por laica aparentemente, por religiosa en
el fondo, tal como Valdés la habría podido recibir con la ironía y hasta con el sarcasmo de su extraordinaria conciencia lingüística.
“De Valdés
me parece que irrita que no polemizase, que huyese y no criticase a nadie, que
formase una secta sin más culto a su personalidad que lo que una vanidad
elegante exigía. Que, a la postre, amase a una de las mujeres más hermosas de
su época, Giulia Gonzaga, y esta le correspondiese con una delicadeza que en
nada le turbaba. Por si fuera poco, murió relativamente joven y a tiempo.
Valdés borra
las huellas de sus pasos. Valdés no se cambió jamás el nombre. Sencillamente,
no lo pronunciaba. De alguna manera, intuía que sólo en la escritura cobraba
carnalidad. Charla con sus amigos, mientras un copista, apostado, registra sus
conversaciones. No se enfada. Pide poder revisar la copia, porque escribe
como habla. Su nobleza de espíritu no le impulsa a ocultarse. Se desvanece.
Habla lo que escribe. Su Doctrina Christiana levanta suspicacias. No
polemiza; se evade. Hace de sí un diálogo. Con la lengua. Transmite
delicadamente las corrientes verbales que descarga su mente sobre la pluma. Le
instan a que vuelva para aclarar algunos puntos que él fácilmente podría
embrollar. Sus amigos, como Juan de Vergara, saben de la brutalidad en germen
de las nuevas élites inquisidoras, pero no la toman en serio. Juan de Valdés
sí. Valdés recibirá las ternezas espirituales de Gonzaga. A sus amigos, en cambio,
los inquisidores les darán la vuelta como a un calcetín.
Nadie podrá
objetarle cobardía a Valdés, mas sus sutiles silencios y su tenue vanidad le
hacen esquivo.
Valdés se
toma muy en serio su oficio. Y su oficio no es el de reformador, sino el de
escritor. Un escritor espiritual, reformador, pero un escritor. Es un escritor
que busca fundirse con su propia escritura. Con sus silencios, se adentra en su
escritura, la adensa. No le preocupa proyectar una imagen de sí, cuanto
disolverse en el fluido de sus palabras. Escribe como habla. Se retrata
hablando. Descansa hablando a sus amigos. Antes, ha escrito. Después,
reescribirá lo hablado. Su talento le lanza como un dardo hacia las nubes: el
término exacto, el giro elegante, el uso sorprendente. Sentía la urgencia del
pensamiento, pero no estaba preso ni de las ideas ni de la acción. No pensaba
escribiendo. Escribía pensando.
Formó un
círculo, influyó en el pensamiento reformado y su movimiento acabó despedazado
por la Inquisición.
El precio de
su rebeldía enigmática. Sus seguidores, independientes, tuvieron que pactar con
las ideas calvinistas o, en sentido amplio y difuso, luteranas. No tenían otro
remedio, pues querían actuar. En cambio, Valdés jamás se enredó en la
dialéctica del pensamiento al que ha de seguir una acción o la de la acción
nutrida por una teoría. Fundó un grupo, una "iglesia", el “reino de
Dios”, decía, con quienes compartía el banquete de su escritura, de su
enseñanza hablada. Ni siquiera les garantizaba a ellos y sólo a ellos la
salvación. A él le bastaba con la justicia de los suyos. No se lanzó a la
conquista de ningún derecho. En su escritura, en la Escritura, gozaba de todos.
Ahora bien, vivir en el diálogo tiene un precio... para quienes quieren ponerlo
por obra. Con su temprana muerte, entraba en el sueño de los justos. Dormiría
mientras llegaba el juicio.
¿De qué se
murió Valdés? Se murió de alguna de las variadas causas naturales que acechan a
los hombres. Que su vida carezca de suficientes documentos -incluso porque se
esforzase en borrar pistas-, no le convierte en documento. Le da un perfil
borroso, pero le refleja. Sus escritos no le alegorizan.
“De V. S. quiero sólo dos cosas en remuneración del trabajo que he tomado estos días en escribir esto. La una es que no dé más fe y más crédito a esto que aquí leerá de cuanto le parezca y juzgue que está fundado en la sagrada escritura y va dirigido y enderezado a la perfecta caridad cristiana, que es la señal por la cual Cristo quiere que sus cristianos, entre todas las personas del mundo, sean conocidos y diferenciados. La otra es que de este diálogo se sirva como se sirven de la gramática los niños que aprenden la lengua latina, de manera que lo tome como un alfabeto cristiano en el cual se aprenden los principios de la perfección cristiana, haciendo estima de que, aprendidos éstos, ha de dejar el alfabeto y aplicar su ánimo a cosas mayores, más excelentes y más divinas”.
Valdés se esforzó en adelgazar su presencia a su enseñanza. Y su enseñanza, hablada, le exigía escribir. La concisión final de sus consideraciones coincidió con su muerte”.
Interesante entrada, no conocía mucho de este personaje.
ResponderEliminarSaludos.
Gracias, Jorge, por seguir con interés estas entradas.
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