En una ocasión me presentaron a un profesor universitario,
con fama de angustiado existencial. Al poco rato de conocernos, ya me tendía la
trampa de pedirme que le sugiriera la lectura de una gran novela. Por su esbozo
de sonrisa, tan mediterránea, imaginé que esperaba un título como El Quijote, Madame Bovary o Cien años de soledad. Le recomendé La muerte de Virgilio de Hermann Broch. Su
mueca, contenida, me hizo recordar que a
menudo, si algo disgusta entre nosotros, es que el prójimo no tropiece con la
piel de plátano. A veces tengo la impresión de que la Península no puede dejar
de ser una extensa dehesa.
Broch, obviamente, no es un terrateniente ni un industrial
de la fantasía. Es un geólogo del lenguaje. Pertenece a esa categoría de
escritores secretos que buscan el conocimiento bajo la forma de una revelación
estética que siempre les resulta desesperantemente insuficiente. Es implacable
con sus lectores. Los hace subir sin oxígeno a alturas donde la vegetación ha
desaparecido. Y lo que les muestra es un paisaje lunar en la inmensidad del
espacio imaginario.
La primera vez que intenté leer La muerte de Virgilio me quedé por las calles de Brindisi: no podía
seguir el ritmo de Virgilio moribundo. Tiempo después lo volví a intentar e
hice cima en una excursión alucinatoria a las entrañas poéticas del
pensamiento, donde la fiebre de la palabra puede congelar todos los dedos del
alma.
A Broch la idea de la novela le habría venido de golpe
durante los cinco días que permaneció encerrado en una celda de la Gestapo.
Liberado tras pagar un rescate, tardó siete años en completar su obra, hasta que en
1945 la publicó en EE.UU., simultáneamente en alemán y en inglés. En ella
asistimos a las últimas horas del agonizante Virgilio, poeta imperial, que
recuerda su pasado al servicio de César Augusto y el destino del manuscrito de
la Eneida que él habría deseado
arrojar al fuego.
Ciertamente, la verosimilitud brilla por su ausencia. La
lucidez agónica del poeta de Mantua sólo
puede ser germánica. Sólo en una tierra donde se pone el sol, en un tiempo de
antorchas y de aquelarres profanos, un moribundo puede alcanzar tal estado de
verbalidad torrencial y reflexionar -¿sin desfallecer?- sobre el bien y el mal,
la muerte y la pervivencia del alma, la política y la tiranía, el arte y la
propaganda… Tal intensidad lleva al delirio de la luz, a danzar en el borde de
la antimateria trascendente.
La muerte de Virgilio narra,
como antítesis, el viaje iniciático de la Divina
Commedia. No es su opuesto sino su negación dialéctica. Dante realiza un
viaje alegórico al ultramundo, marcado por un ritmo ternario (tres partes,
treinta y tres cantos, tercetos, tres guías –Virgilio, Estacio y Beatriz). Su
unidad cósmica se resuelve en el último canto del Paraíso completando el perfecto número pitagórico: diez veces diez.
En Broch, Virgilio viaja al corazón alegórico de la
existencia humana, sostenido por la estructura cuaternaria de un cosmos
telúrico y pagano. Su prosa inacabable fluye heraclíteamente hacia el mar donde
el sol y las estrellas divinas del florentino se transforman en las reverberaciones
arquetípicas de un logos gnóstico. Tras descender al infierno de su memoria
para alzarse hasta la gloria efímera del poder político, este Virgilio emprenderá
la travesía última hacia la iluminación indecible del olvido.
La muerte se convierte así en la clave de una reflexión
sobre la creación. Virgilio sueña con destruir su obra porque le atenaza el
sentimiento de culpa. Es posible que, después de escuchar los Meistersinger de Wagner, a uno le entren
ganas de invadir Polonia, como bromeaba muy en serio Woody Allen. Otra cosa
sería que Wagner hubiese escrito sus óperas para justificar el Reich. Virgilio
observa horrorizado que su obra maestra es precisamente eso: el proceso histórico de mitificar la violencia. Pero, ¿quién
puede sacrificar la vida del hijo? ¿Quién puede ahogar la maravilla del ser? Virgilio
asumirá al fin que el conocimiento, que se alcanza mediante la purificación
estética, sólo puede ser trágico.
En la cesura absoluta entre el infinito y la nada, en la
totalidad del Ser que la obra de arte, más allá de toda aprehensión, intenta
representar, se articula la Palabra primigenia: Yo. El fracaso último de esta
tentativa es el resplandor misterioso de la muerte. En “Parábola de la voz”, el
texto con que Broch encabezó Los inocentes (1950), el rabino Leví bar Chemjo explica a sus discípulos porqué
lenguaje y silencio explican esta paradoja divina de la creación:
“Pero ¿qué cosa es a la vez silencio y voz? Evidentemente de todo cuanto yo conozco, es el tiempo el que reúne esta dualidad. Y aunque nos abarca y atraviesa, es para nosotros silencio y mudez. Sin embargo, al hacernos viejos, si tendemos el oído al pasado, oiremos un suave murmullo. Es el tiempo que acabamos de vivir. Y cuanto más escuchemos el pasado, más capaces seremos de oír la voz de los tiempos, el silencio del tiempo, que Él en Su santidad ha creado por Su propia voluntad y también causa del tiempo mismo, a fin de que la creación se cumpliera en nosotros. Y cuanto más tiempo transcurra más poderosa será para nosotros la voz de los tiempos. Creceremos con esta voz, y al fin de los tiempos entenderemos su principio y oiremos el llamamiento de la creación, pues entonces percibiremos el silencio de Señor en la santificación de Su Nombre”.
Como los discípulos del rabino, los lectores de Broch
acabamos siempre extenuados y confusos, pero, culpables o no, quizás menos
indiferentes y un poco más sabios.
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