Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
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martes, 2 de agosto de 2016

El cisma de Aviñón.



La Vierge de Miséricorde,
Enguerrand Quarton (1452)

El siglo XIV es apasionante.  De una riqueza de matices sorprendente, está atravesado por una herida profunda que ha dejado su huella indeleble en la imaginación de Europa. Francesco Petrarca modeló en su poesía la sentimentalidad europea de los siglos clásicos. Giovanni Bocaccio o Geoffrey Chaucer trazaron la narrativa de un mundo humanista a punto de emerger, escindido entre una razón que se eclipsaba y una fe luminosa que creía redescubrir la realidad clásica. Es el siglo de los nombres de Guillermo de Ockam y de la apasionada defensa de Collucio Salutati, para quien los studia humanitatis estaban estrechamente vinculados con los studia divinitatis. En la revisión del espíritu y la letra, no obstante, la salida del “oscuro” medievo hubo de atravesar el apocalipsis de la peste. ¿Hay algún origen sin su caída?

Extinguidas las figuras papales que, ante la doble espada, podían rivalizar con el poder del Imperio en la búsqueda milenaria de la instauración del reino celeste, la Iglesia Católica forjó su identidad moderna en Aviñón. El abandono de Roma, y por consiguiente la debilitación simbólica del poder escatológico de la Cátedra petrina, condujo inevitable a la espiral de fragmentación que talla el rostro contemporáneo de la iglesia latina. Del Cisma de Occidente salió tan debilitada en el siglo XV que el esperanzado Concilio de Constanza abrirá el camino, de un siglo de duración, hasta la Reforma protestante y ese elegante movimiento de cierre, ajedrecístico, que representa el Concilio de Trento.

Desde finales del siglo XVI, en los albores de la época tecnocientífica, hasta el Concilio Vaticano I, la Iglesia, viendo desvanecerse los restos de su potestas, contempla el cuestionamiento radical de su auctoritas. El último siglo y medio, con la crisis posconciliar como su epítome exegético, manifiesta la ansiedad de una voluntad que, en una inversión inteligente pero impotente, busca recuperar el poder mediante la afirmación de una autoridad ausente.

Pongamos de ejemplo el caso español, en sus líneas más abstractas. Si su Iglesia católica ha sido inmune al virus del galicanismo del que la Hija Predilecta se curó con la terrible enfermedad de la Revolución, que por poco acaba con ella y que ha acentuado, desde la salida de la corte papal de Aviñón y la muerte de santa Juana de Arco, su tensión de hija repudiada, se debe a que su “poder” no ha procedido, desde la fundación de la Monarquía Hispánica, de su sumisión al Estado sino de haber fundado y “ser” parte constitutiva de él, evitando a toda costa, por más contradicciones que se puedan señalar, incurrir  en el riesgo de la teocracia.

La mediocridad patológica de nuestros obispos no acaba de entender que, actualmente, esa realidad histórica ha desaparecido hasta en sus residuos y que ahora se muestra un explícito deseo de liquidar sus todavía operantes simulacros, como ya son los famosos Acuerdos entre España y la Santa Sede (1979). En un contexto así se puede entender que en un par de semanas, por ejemplo, el Cardenal Cañizares haya pasado de erigirse en un campeón de la doctrina contra las amenazas de unas leyes contrarias, para empezar, a la libertad de los padres a educar a sus hijos según sus creencias a protestar vehementemente su adhesión a este modelo de democracia que sigue permitiendo a la Iglesia disfrutar, no de una situación de privilegio, sino de su estatus de estatalidad, a los efectos ya compartida con otras confesiones religiosas..

No se trata de una Iglesia de Estado, como suelen acusarla, sino de que, conformando el Estado, se conforma a él. Por eso, jamás ha se ha sentido escindida entre dos fidelidades: o Roma o la patria. Ahora observa, estupefacta y momificada, que está a punto de ser expulsada del corazón mismo de las estructuras estatales, sin cuya participación, en un país tan clientelar por no decir tribal como España, es verse reducida a la irrelevancia social.

En este sentido, la misericordia tan pregonada del Papa Francisco incluye un movimiento muy sutil, a escala global, de este hispánico modo de comprender las relaciones de poder entre la espada temporal y la espada espiritual. Simultáneamente se afirma que la unidad debe prevalecer sobre las diferencias y que el tiempo es superior al espacio. Siente y haz como quieras en conciencia, pero no te olvides del lugar y de las circunstancias sobre los cuales se mantiene nuestra legítima autoridad. Lo importante es poder seguir tomando el té y las pastas con algunos imanes, ante el asentimiento de los poderes mediáticos de este mundo occidental. Si es preciso, no hay ningún escrúpulo en hacer equivaler las causas del martirio de sus fieles con las de la violencia doméstica, con base en ese marxismo de conventillo pseudoelitista del que Francisco no parece capaz de salir con solvencia intelectual.

Comprendo la perplejidad de Stephen Kampowski ante el hecho de que los sacerdotes pudieran arrogarse, sonrientes y paternales, la autoridad de juzgar el alma de los fieles, a juzgar por la posible lectura de algunos párrafos de la Amoris Laetitia. En realidad no se trata de juzgarlas, sino de garantizar que sus diferencias están controladas y encauzadas por un sistema que organiza la misericordia en términos de justicia canónica. Bajo la aparente contraposición entre legalismo y misericordia, se esconde la afirmación de que el canonista es el auténtico pastor. Es él quien tiene la autoridad de hacer de la ley nuestro sayo. ¿Habría poder más alto en un mundo positivista y liberal? Sí, pero seguirán sin darse cuenta.

“¡Cuán digno de alabanza es un príncipe cuando él mantiene la fe que ha jurado, cuando vive de un modo íntegro y no usa de astucia en su conducta! Todos comprenden esta verdad; sin embargo, la experiencia en nuestros días nos muestra que, haciendo varios príncipes poco caso de la buena fe y sabiendo con la astucia volver a su voluntad el espíritu de los hombres, obraron grandes cosas y acabaron triunfando de los que tenían por base de su conducta la lealtad […] Pero es necesario saber bien encubrir este artificioso natural y tener habilidad para fingir y disimular. Los hombres son tan simples, y se sujetan en tanto grado a la necesidad, que el que engaña con arte halla siempre gentes que se dejan engañar. No quiero pasar en silencio un ejemplo enteramente reciente. El Papa Alejandro VI no hizo nunca otra cosa más que engañar a los otros; pensaba incesantemente los medios de inducirlos a error; y halló siempre la ocasión de poder hacerlo. No hubo nunca ninguno que conociera mejor el arte de las protestaciones persuasivas, que afirmara una cosa con juramentos más respetables y que al mismo tiempo observara menos lo que había prometido. Sin embargo, por más que pasaba por un trapacero, sus engaños le salían bien, siempre a medida de sus deseos, porque sabía dirigir perfectamente a sus gentes con esta estratagema

(Nicolás Maquiavelo, El Príncipe)

Ante la transparencia global, la conciencia religiosa ha empezado a sufrir los efectos nucleares de una sociedad distópica. Y las iglesias y sus canonistas siguen esperando...

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