Detalle de la Tumba del Triclinio, Necrópolis de Tarquinia (s. V a.C.) |
En un tren leí hace unos meses la
reseña que Antonio Lucas dedicaba a Memorias del estanque (Madrid, 2016) de Antonio Colinas (1946). Por su estilo, intensidad y admiración me vino a la memoria una tarde lluviosa de abril a
fines de los ochenta en el Colegio Mayor Chaminade donde el autor de Sepulcro en Tarquinia daba un recital de
poesía. Me había arrastrado hasta Metropolitano mi amigo completamente ateo que
estaba tejiendo una imposible y atormentada historia de amor ayudado de los polisíndeta y epíforas
de Colinas.
Casi treinta años después tengo ahora ante mí dos volúmenes del poeta leonés: el de sus Memorias
y el de Poesía. 1967-1981 que mi
amigo devoraba y que llevó a la firma. Mucha agua ha desbordado nuestras albercas.
Tal vez ello explique por qué esta entrada no es una reseña, sino un chispazo en la yesca de mis
recuerdos. Releo a Colinas y quisiera no reconocerme paseando con mi amigo, veraniegos, por el
Retiro: “Hundo los ojos en el estanque y la realidad es doble: no sé si es la
de sus orillas arboladas o la que se refleja en el agua, la de hoy o la del
ayer”.
Recién licenciados, casi como una despedida de
nuestra amistad universitaria, asistimos juntos a un curso sobre poesía contemporánea en
Salamanca. Bajo sus soportales, nocturnos, Juan Antonio González Iglesias, que
acababa de publicar La hermosura del
héroe (1994), nos espetó con sonrisa fáunica que parecíamos Cástor y Pólux. Aunque se me infectó una herida en un pie y caminaba de su brazo bajo la lluvia, cojeando cómicamente a lo Byron con una pantufla, nuestra duplicidad erótica, muy poco platónica sin embargo, encerraba
irreductibles una violencia y una intransigencia antagónicas. Él, anarcoleninista; yo, un estilita que hacía llover fuego y azufre,
repentino e injusto, sobre los presuntos culpables de la cursilería que captaba a mi alrededor. Desolado y
excitado, tras mis secos huracanes, irónicos y gélidos, exclamaba ante mí solo: “Tan modoso en apariencia. ¡Llevas una bestia parda
dentro!”. Tal vez le consuele y le decepcione saber que el volcán sigue rugiendo, aunque lo domino con naturalidad tras muchos autodesengaños...
Como entre risas me comentó años después mi amigo gibelino, nuestras compañeras de la Facultad nos habían apodado a ambos, por la barba y la forma de vestir, “los Apóstoles”. No
predicábamos nada, pero era evidente que buscábamos una iluminación. Él había
encontrado la puerta a la primera con Sepulcro
en Tarquinia. Sufrió para abrirla, pero en cuanto la traspasó la
cerró de un golpe. Colinas, mediterráneo, había vivido en Milán. Mi amigo se
percató de que Italia estaba aún demasiado
cerca. Entre Alemania y Rusia ha encontrado su frontera natural en Chequia,
europea y eslava, donde su romanticismo desaforado ha asentado un equilibrio
vital que la música ha ido tallando.
Aunque no lo sepa, a su lado, en Cuatro Vientos,
aprendí a escuchar la obertura más aclamada de Fidelio. Paseando
con él de noche, junto al Rhin en Constanza, empecé a entender, tan estrujante, la
de Tristán e Isolda. En
Praga nos reencontramos, tras quince años, con la representación de Don Giovanni (“Non serviam” siempre le
ha exaltado) y con los lieder de Schubert. No
quise romper su entusiasmo: me veo cada vez más cerca del canto gregoriano y
llegará el día en que sólo tendré oídos para el canto ambrosiano. En esa discrepancia de una voz común a solas con Dios, que ni Noche más allá de la noche (1981) podía suturar desde el principio, radica nuestra amistad siempre en despedida.
Recuerdo también ahora que mi francofilia angófila no ha dejado nunca de crisparlo y fascinarlo a partes iguales. A Londres me marché como él a Moscú. No huimos; ni nos desterramos. Alcanzamos a
nuestro modo una libertad íntima -una iluminación- aprendiendo a ser para sí
mismos un extranjero. También me costó: Gaudete de Ted
Hughes fue la puerta que hube de atravesar.
Sin laureles, anónimo junto al
Mediterráneo, aspiro hoy la luz de este verano en las hojas caídas de
aquella juventud perdida y ya extraña.
“se abrieron las cancelas de la noche,
salieron los caballos de la noche,
campos de hielo, de astros, de violines,
la noche sumergió pechos y rosas,
noche de madurez envuelta en nieve
después del sueño lento del otoño,
después del largo sorbo del otoño,
después del huracán de las estrellas,
del otoño con árboles de oro,
con torres incendiadas y columnas,
con los muros cubiertos de rosales
tardíos
y tú en aquel tranvía salpicado
a la orilla del agua por las barcas,
por las luces
y el viento y los faroles y los remos,
aquel rostro otoñal que no vería
nunca más, amor mío, nunca más,
detrás de los cristales del tranvía
con un sueño de potros en los ojos,
con un hato de ciervos en los ojos,
con un nido de tigre en los ojos,
y con la bruma de los cementerios,
y con los hierros de los cementerios,
y con las nubes rojas allá arriba,
(encima de cipreses y aves muertas
del tomillo y los búcaros fragantes)
de los cementerios
navegando en tus ojos
se abrieron las cancelas a la noche,
salieron los caballos a la noche,
se agitaron las zarzas del recuerdo,
pasó un desierto (el mar) por mi recuerdo..."
(Antonio Colinas, Sepulcro en Tarquinia)
Me he sentado en el centro del bosque a respirar y
fugaz me ha abrasado el silencio de Tarquinia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario