The Love Song, Edward Burn-Jones (1868-1877) |
Hace veinticinco años bajaba a media tarde entre
puestos de libros por una feria todavía sin globos ni carpas de partidos
políticos, sin hileras de colegiales trotando entre una compacta romería
cultural. Me preguntaba si mi futuro inmediato habría de desembocar en aquel
puerto de mar al que la ciudad no ha dejado nunca del todo de dar la espalda. Me
equivocaba.
Durante aquel invierno indeciso había seguido las
intensivas lecturas de un curso de literatura catalana que completaba un íntimo
itinerario biográfico. En la carencia de una lengua que no es la mía intuía entonces
y ahora exploro la experiencia propia, lingüística y creativa, de un exilio que
las paredes de este claustro digital no se cansan de grabar, como un palimpsesto,
en las tablas de su memoria fugaz. Allí, germinal, embrionario, como una cópula
modernistavantguardista, permanecen
abrazados en un bucle instantáneo y perdido el elogio maragalliano de la
palabra y la salvatiana gesta de las estrellas. Fusteriano y, a su manera proustiana,
devoto de Llorenç Villalonga, mi profesor advirtió anticipada en aquel trabajo “una
manera de ver”, simbólica, la poesía. ¿Se equivocaba?
De tanto en tanto coincido con él, casi por azar, en
fragmentos de lugares compartidos. Creo que lamenta, con delicados
sobreentendidos, mi destino profesional. La Ciudad a la que tal vez hubiera
debido llegar, insinuada con desesperanza en sus exigentes clases, voraz y
frívola, ronca y cínica, me estaba esperando, como siempre en mi vida, con
retraso. Tal vez era preciso -lo es- que fuese adelgazando, mediante subrayados
y tachaduras, mediante borrados, los estratos arqueológicos de una espartana
formación literaria para alcanzar, con el movimiento de unas magras palabras,
los trazos exiliados en los pliegues de esta otra fuga física e imaginaria que constituye la aventura monástica
de Cavalcanti, en el corazón de su Ciudad.
De un incurable romanticismo, trovadoresco, que de la
inaccesible posesión alimenta insaciable su deseo de pronta plenitud
inalcanzable, mi heterónimo sabe que sólo desdoblándose puede alcanzar, ¿psicoanalítico?,
el consuelo y la calma de un tercero, cuya ausencia marca la huella rítmica que
sigue percutiendo su silencio. Aprendió esa lección en la torsión estética de
un cierto, singular y quizás intransferible idealismo ibérico. Más de un cuarto
de siglo después sorprende unas imperceptibles corrientes en su devastada
memoria oceánica.
De todos los episodios del Quijote guarda, con inquietante evidencia, una extraña inclinación
por la penitencia del Caballero de la Triste Figura en Sierra Morena.
Despiadada y empática, la parodia refleja un diálogo tenso y terso, en los
límites retóricos y narrativos de la imaginación, con la huida de Amadís de Gaula a Peña Pobre, siete leguas dentro del mar. Releo el capítulo XXIII de la Primera Parte de la obra cervantina tras haber recorrido con el protagonista de
Garci Rodríguez de Montalvo (1450-1505) su retiro a la ermita en los capítulos XLVIII y LI.
No me sorprende descubrir que, entre unas y otras
páginas, me llamase la atención la función de los sueños. En la historia
caballeresca medieval el héroe compensa su paranoica superioridad con una tendencia
esquizoide que le permita controlar los disolventes impulsos de una soberbia entregada
a sus fuerzas caóticas. El encuentro con el ermitaño es decisivo. Terapeuta que
da nombre al otro del hombre,
Beltenebros, el “hombre bueno” interpreta sus sueños en el magma circular de
una temporalidad psíquica arrancada a su linealidad heroica, militar y amorosa.
Andalod no puedo curarlo, sólo acogerlo, y hacer posible por acaso que
Beltenebros inicie su proceso de curación con la llegada de la carta de Oriana
entregada por la Doncella de Dinamarca.
La reconstrucción de su identidad adquiere en el caso
de don Quijote una coloración tanto metaliteraria como metapersonal. No sin
irónica gravedad, Andalod había constatado que las penitencias de Beltenebros
se realizaban “más por las cosas vanas y perescederas de este mundo que por servicio
de Dios lo faze”. Si en don Quijote obra el deseo mimético este incluye una reflexión
sobre la energía estilística, estructural y, en último término, semántica con
que aquel puede cubrir el vacío neurótico que fija la palabra “yo”.
Al contrario que Amadís, don Quijote, en vez de otro
nombre, adopta una expresión referencial, que con la antonomasia pretende conjurar la amenaza de opacidad que siempre la asedia: el Caballero
de la Triste Figura. Sospecha que en la imitación compuesta (Amadís, Roldán, Orlando…)
que se ve obligado a realizar se protege oscuramente una pluralidad de voces que desintegran
su personalidad al trazar y asegurar sus contornos imaginarios. No es como
Amadís una figura diurna que se abalanza sobre el abismo de su imagen suspendida
en Oriana, sino que sus esquemas se precipitan nocturnos en la disociación
esquizofrénica. Amadís huye de Gandalín; don Quijote se separa de Sancho. Amadís
recibe la carta de Oriana; don Quijote se la envía a Dulcinea: anticipa y
retiene la temible y gloriosa conciencia de su derrota. En el mundo onírico, surreal,
de Amadís, cuyo orden está garantizado por la fiereza de la espada, don Quijote
busca ardiente el calmante de su perpetua y solitaria vigilia.
Releo también en estos momentos los primeros
capítulos del Tirant lo Blanc de
Joanot Martorell (1410-1465). Querría creer que a Cervantes le hubiera fascinado el irónico
movimiento palimpséstico que atino a entrever en la obra del valenciano. La historia
del condal ermitaño Guillem de Varoic repite
y transforma en sentido contrario el
camino de Ramon Llull y se convierte a sí mismo en el maestro de armas de
Tirant. Esa figura de monje soldado cobra entonces una coloración paródica en
que la contemplación a la que habría aspirado Blanquerna tiene lugar en la
lectura secular de una obra dentro de la obra de título casi luliano: el Arbre de Batalles.
No es el claustro el refugio de la quiebra moral u ontológica del personaje, sino que desde el retiro asegura su formación antes de lanzarse, letrado, hacia el mundo. A diferencia de Amadís y de don Quijote, Tirant mantiene así un equilibrio sintético que le asegura una práctica emocional siempre enérgica, basada en la distinción de su profesión y de una inexpugnable intimidad que parte de una radical soledad abierta al mundo.
No es el claustro el refugio de la quiebra moral u ontológica del personaje, sino que desde el retiro asegura su formación antes de lanzarse, letrado, hacia el mundo. A diferencia de Amadís y de don Quijote, Tirant mantiene así un equilibrio sintético que le asegura una práctica emocional siempre enérgica, basada en la distinción de su profesión y de una inexpugnable intimidad que parte de una radical soledad abierta al mundo.
“E donà-li lo llibre ab lo comiat ensems. Tirant pres lo llibre ab inestimable alegria, feent-li’n infinides gràcies, e promès-li de tornar per ell, e a la partida Tirant li dix:
-Digau-me, Senyor, si lo Rei e altres cavallers, em demanen qui és lo qui tramet lo llibre, de qui diré?
Respòs l’ermità:
-Si tal demanda vos és feta, direu que de part d’aquell qui tostemps ha amat e honrat l’ordre de cavalleria.
Tirant li féu gran reverència, pujà a cavall e tingué son camí. E la companyia sua estaven molt admirats què era d’ell com tant tardava; pensavan-se que no es fos perdut en lo bosc e molts dels seus lo tornaren a cercar, e trobaren-lo en lo camí que anava llegint les cavalleries que dins lo llibre eren escrites e tot l’ordre de la cavalleria”
(Joanot Martorell, Tirant lo Blanc, cap. XXXIX).
Ermitaño en la noche de las lenguas, he amado y
honrado en todo tiempo el orden evaporado de la poesía.
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