Cartel de Mayo de 1968 |
Apenas hace un par de meses ha salido publicado el
libro Mayo del 68. Fin de fiesta (Almería,
2018) de Gabriel Albiac (1950). Es la revisión continuada de su Mayo del 68. Una educación sentimental
(1993). De oca en oca fetiche y sigue porque siempre les toca. Tras el cuarto
de siglo, llega el medio siglo, en que se manifiesta esa versión del demonio
meridiano que, si en los Padres del desierto adoptaba la forma de la acedia,
ahora cobra la forma voluptuosa de una memoria generacional que no deja de proyectar
las estratagemas de un codicioso empeño de destrucción que en sus fantasías de
omnipotencia nunca han dejado de practicar celosamente tanto como les ha sido
posible.
Baste leer dos frases de este volumen para hacerse
una idea de que ninguna ilusión épica queda en pie. Con una se cierran estas
páginas: “Retomar la cuestión de Mayo hoy, cuando es ya medio siglo el que nos
separa de los hechos, me ha permitido confirmarme en mis hipótesis de entonces.
Y enfrentarme a paradojas sólo ahora manifiestas. Mayo somos nosotros. Que salimos
de escena”. Fin de la representación. La otra, al principio, ilumina con un
potente foco una platea a oscuras: “El 68 cristaliza el límite, ese punto de
extremo peligro tras el cual el exterminio acecha”. Sin sentido, sin sujeto, la
nada es la plenitud a la que aquella generación se entrega. Convenientemente
desplazada, inteligentemente diseminada, les ha garantizado siempre el
usufructo salvaje del cierre disciplinar de su
historia.
La tesis histórica y política está netamente formulada. El 68 cierra la época de las revoluciones que se iniciaron en Europa en 1848. El fantasma de Marx se desintegró hace cincuenta años con la ilusión de una política revolucionaria. A pesar de que se hubiera querido contraponer a cualquier forma de teología política, apenas puede dejar de cegar el reflejo paródico de una estética política como la que actualmente formulan los populismos de diverso tipo, que son al 68 como las latas de sopa Campbell de Andy Warhol a los bodegones barrocos.
La tesis histórica y política está netamente formulada. El 68 cierra la época de las revoluciones que se iniciaron en Europa en 1848. El fantasma de Marx se desintegró hace cincuenta años con la ilusión de una política revolucionaria. A pesar de que se hubiera querido contraponer a cualquier forma de teología política, apenas puede dejar de cegar el reflejo paródico de una estética política como la que actualmente formulan los populismos de diverso tipo, que son al 68 como las latas de sopa Campbell de Andy Warhol a los bodegones barrocos.
Con ese tono de feroz e implacable condescendencia
que mi generación, cobarde y pusilánime, ha tenido que aguantar cabizbaja, mientras
albergaba esperanzas oportunistas debidamente escamoteadas de antemano, Albiac
despliega una escenografía que, mediante citas y referencias, sirve para
articular una crónica y unas memorias (anti)sentimentales de un mes que no sólo
dieron por acabada una época, desparecida finalmente con la Caída del Muro de Berlín en 1988, sino que ha deconstruido
esta nueva época que no acabará de nacer hasta que no se extinga por completo,
físicamente, aquella generación del 68 que, de un modo extraño pero
completamente coherente, todavía retiene, seminal, su eclosión.
No se deduzca de la furia que parecen contener estas
líneas previas una visión negativa de la obra de Albiac. Al contrario, su
indignación admira la precisión y el rigor literarios
con que el autor teje y sutura, y desplaza, las fallas (en un sentido
tectónico) de su interpretación. En su estilo sincopado y ronco, se percibe la
huella de escritores angloamericanos, desde Graham Greene o Ernest Hemingway a Dashiell Hammett. A través del filtro noir cinematográfico
que aquella generación autoconscientemente libresca aprendió en las tácticas
hermenéuticas de la nouvelle vague, Albiac
cita sobre todo a Jean-Luc Godard, aunque presionen también su imaginación tanto la técnica del
montaje de, por ejemplo, Gillo Pontecorvo,
como las puestas en escena del libertinismo francés del siglo XVIII.
Cada capítulo gira en torno a las fechas claves de
aquel mes de hace cincuenta años, especialmente los tres «viernes rojos»: el
encierro en la Sorbona del día 3, las barricadas del día 10, el frustrante
sábado que siguió a la interrupta noche insurreccional del 24 de mayo. Más
que el relato mediante el collage de textos históricos y documentos de época,
acompañadas de reflexiones en plano angular, en algunos casos de intenso y bronco
tono poético, me interesa subrayar la subterránea fuerza que proporcionan a
estas páginas las puestas en escena de los protagonistas.
En “Atardece en el Palais Royal” el hilo de una
conversación literaria que en sus Antimemorias
André Malraux mantiene con Max Aub sirve para exponer la estetización misma
que los procesos revolucionarios habían sufrido entre la época de la Guerra
Civil española y los años 60. En el capítulo situado prácticamente a la mitad, “La
matriz UEC o los héroes de la Filmoteca”, el protagonista indiscutible es
Pierre Goldman, revolucionario, guerrillero y delincuente, que ejemplifica la
resistencia material a la mera transposición fílmica de los impulsos nihilistas
de una revolución que había quedado reducido a los montajes en blanco y negro
de Eisenstein. Finalmente, aterrador, el capítulo “Cher maître”, homenajea con rendida admiración la intervención de Jean-Paul Sartre en la Sorbona. Sartre, y
Althusser, como las cabezas plateadas de una generación montaraz.
Este esquemático recorrido permite ofrecer una
impresión a bote pronto. La insistencia de Albiac, profanamente apocalíptica, en
que, después de todo, el 68 supone el fin de un mundo refleja una autopercepción
generacional que explica de modo indirecto sus rasgos más siniestros. “El 68
fue lo que no aconteció. Y la apertura a nuestro largo y desierto fin de siglo”.
En ellas vibra con extraordinaria violencia la melancolía saturnal que la ha
caracterizado. Literalmente, Jacques Lacan los diagnosticó de histéricos en busca de un amo. Se
han esforzado por serlo de sí mismos, a costa de comerse con perfecta
conciencia a sus hijos. Su deseo más furioso era, en términos freudianos,
alimentarse en ellos de sus padres. Quebrantaron todo tabú para poder
convertirse, con furioso nihilismo, en tótems.
No es de extrañar, pues, que Albiac no se canse de remachar la idea de que su generación cierra el ciclo de 1848. Con esta
fecha no apunta tanto a la revolución política como a su justificación estética. En el fondo
el maoísmo de los normaliens,
discípulos de Althussser, que fracasó tan estrepitosamente durante las jornadas
de mayo, remite al fracaso de la Comuna de París en los mismos meses de 1871. Albiac desplaza, por tanto,
el desastre simbólico hacia un origen que permita a aquellos hijos -Rimbaud,
Mallarmé, Verlaine- convertirse en sus padres -Flaubert-. A fin de cuentas, ¿de
quién escribió, incómodo y fascinado, Sartre? ¿No es acaso mucho más mitificador
situar la fascinación orientalizante que significaron la Guerra de Vietnam y la Revolución
Cultural de Mao en los ampulosos y voluptuosos paisajes cartaginenses de Salammbô o del Egipto de La tentación de San Antonio que en el espeluznante Adén de la Temporada en el infierno al que se
precipitó Rimbaud? ¿No fue acaso el desatado furor terrorista de los 70 la
réplica resentida de la sangrienta represión de lo que (no) fue: la Comuna?
Es de agradecer que Albiac no se permita ningún tipo de autoindulgencia. Simboliza el horror en el corazón de las tinieblas de Apocalypse now (1979) con la
canción The End de The Doors de
cuyos versos no se abstiene de citar con delectación dos de los más
famosos: “Father? Yes, son. I
want to kill you. / Mother, I want to fuck you”. Fascinado por el monstruoso
narcisismo fálico de Sartre, Albiac debe festejar, caníbal e incestuosa, la siguiente anécdota:
“En los últimos meses de su vida, alguien pregunta a Sartre, inválido y ciego:
¿Qué queda del 68? Como un relámpago la respuesta del viejo: Moi. «Yo». Quedo yo”. La cursiva, las
comillas: Quien tenga ojos, que se los arranque…
“Parque temático es hoy el mundo. Todo en lo cual vivimos se transformó hace mucho en eso: espectáculo, diversión sin más coste que el de pagar la entrada. Vivimos en un archipiélago de parque de atracciones. Sin siquiera darnos cuenta. Vivimos. O dormitamos. Pero aquí, en este último corazón de la legendaria Annam, quien se esfuerza en mirar bajo el atrezo hipnótico de ruidos y destellos, de serenas mariposas de color y tamaño imaginables, de chillidos de bestias que suenan demasiado humanos, del aún más engañoso sosiego del silencio, quien haya comprendido que un hombre sólo ve con los ojos cerrados, sabrá que está pisando el punto crítico en el cual nuestras vidas perdieron, hace medio siglo, la esperanza del retorno. Y asistieron a la eclosión de un mundo sin sentido”.
(Gabriel Albiac, Mayo del 68. Fin de fiesta).
La revolución frustrada, la afirmación del
sinsentido, sólo puede soportarse en la irreversible fantasía de su
desesperación temática.
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