Mediodía sobre los Alpes,
Giovanni Segantini (1891)
|
Aunque a mi amigo pedagogo, que sobrelleva con
paciencia mis arrebatos ácratas, solían mortificarle mis públicas y desafiantes
profesiones de educado ateísmo innovador, jamás he podido dejar de considerar
la escuela posmoderna como la más sutil, descabellada y represiva de nuestras
instituciones sociales. Por eso, la considero un mal tan necesario como todavía
indispensable para seguir preparándose hacia el espantoso mundo que asoma ya
por el horizonte.
Tengo para mí que en cualquiera de esos pedagogos
que, con una estremecedora sonrisa, se han autoinvestido de la misión de hacer
a nuestros hijos felices antes que sabios, ha germinado el hombre nuevo previsto
y ejecutado en sus albores por Trotski y por Beria. Tal vez mi postura,
maiakoskiana, se deba a aquel profesor de inglés de mis ocho o nueve años que,
entre coscorrones que hacían rebotar nuestra nariz contra la pizarra por no
saber conjugar el past simple del
verbo “to be”, nos obligaba a cantar la letra de “We don’t need no education”
de Pink Floyd. Alas, happy seventies!
Hace poco, tan urbanita como soy, me llevé corriendo
a mi hijo Calvin a un monasterio para que descansara, antes de que prendiera
fuego desde su pira a la escuela donde está condenado a galeras hasta fin de
curso. Que cavase en el huerto y que recogiese huevos del corral ha sido una imprescindible estratagema para evitar otra vez que engrose esa infancia hiperdiagnosticada e
hipermedicada que parece el sumo de la responsabilidad permisiva.
Eludiendo cualquier responsabilidad, padres y
maestros proyectamos la incapacidad para soportar la frustración inherente al
ejercicio de la autoridad. No encontramos mejor antídoto que la interminable,
despiadada y encarnizada batalla del diálogo.
Todo antes que gobernar, que es
siempre equivocarse cuanto menos
mejor. Con su impecable lacito amarillo en la solapa, una profesora le espetó a
mi Calvin: “Si pudiese, te daba una bofetada”. Recibió la siguiente respuesta:
“Pareces de la Guardia Civil”. Rebelión, sin duda.
Mientras tanto, mi “petitona” nos ha hecho ver una
versión animada moderna de Heidi.
Calvin y yo cantamos al unísono abrazándonos contra ella: “Cheiiiii-dii…”. Como recordaba espantado su interminable y blanca
hilera dental, que aparecía en primer plano durante segundos interminables en
nuestras setenteras pantallas telefunken, me ha faltado tiempo para comprar un
ejemplar de las dos novelas de Johanna Spyri (1827-1901) que tienen a la nieta de los Alpes
por protagonista. Y me han conmovido el Tío de los Alpes y Pedro.
Resulta claro que a Heidi (1880) se la podría
despachar como una novelita “encantadora” que ha hecho las “delicias” de un
sinfín de jóvenes generaciones. Con esos adjetivos no basta para explicar su
inextinguible vitalidad, aunque sí para hundirla en los abismos sentimentales
de la animación japonesa más almibarada, facilitada por todos los personajes de
un folletín local: el pánfilo zoquete pueblerino, la niña paralítica, la
institutriz dominatrix, el entrañable abuelo ceñudo y, de guinda, la ingenua
campesinita naíf.
Apenas subrayadas, pero grabadas a fuego y aire en
sus páginas, me gustaría destacar dos aspectos, uno más evidente y el otro
callado que, como quisiera creer, aún mantienen, como reliquias evaporadas, la
fuerza de un mundo en su ocaso. Es una novela de formación que, con su
crepuscular luz posromántica, demuestra haber asimilado, en su experiencia literaria, las enseñanzas naturalistas de
Rousseau y Pestalozzi. Pero es también, y por ello menos señalado, un breviario
sobre la santidad.
Con breves pinceladas Spyri retrata moralmente, sin
concesiones, los personajes secundarios que rodean a la niña: el inescrupuloso
interés económico de la tía Dete, la antipática figura del preceptor, el
simpático y desesperado doctor… Pero,
sobre todo, en el aprendizaje moral e intelectual de Heidi, la huérfana, es
determinante el testimonio de una amplia familia: su abuelo, Pedro y su familia,
por una parte, y la abuela y Klara, por otra.
Heidi florece en los Alpes, desciende al mundo de la
ciudad y regresa a la montaña para poder ejercer lo que se ha resistido a des-aprender allí. Heidi no se refugia
en la montaña, sino que vive en
comunión en la montaña. Pero sólo puede regresar a ella, a través de la experiencia
de la tristeza, cuando “recuerda” y experimenta la enseñanza que despierta de
nuevo en ella la abuela y que es la que facilita su rápido aprendizaje de la lectura: “Por eso estás tan triste, porque no conoces a nadie
que pueda ayudarte. Piensa en lo bien que debe sentar cuando a uno algo le
oprime y le atormenta el corazón y puede ir al buen Dios y contárselo todo y
pedirle que le ayude. Y Él puede ayudar en todo y devolvernos lo que nos hace
felices”.
Heidi encarna, según esta interpretación, una figura
crística. En medio de su mundo, de ella está hecho el Reino de los Cielos. Media
entre la altura de los Alpes y la planicie de Francfurt, entre la cabaña alpina
y el pueblo de Mayenfeld. Padece, muere y asciende, mientras no deja de curar las heridas de quienes la rodean:
de Pedro, siempre celoso, a quien enseña a leer; de la abuela de Pedro, a quien
lee y da pan; de su amiga Klara; del doctor amigo del señor Sesemann que había
perdido a su mujer y a su hija; y, por encima de todo, de su abuelo.
Heidi transforma su corazón de ermitaño, peleado con los
hombres, y en lucha cara a cara, de espaldas, con Dios. Es la familia de Pedro,
pobre y en los márgenes, y, en especial, su abuela ciega las únicas capaces de
percibir en el corazón seco y atormentado del Tío la bondad escondida y última de
quien conserva la perla escondida en un campo agostado, pero tan fértil y puro
como las cimas más elevadas de su morada.
Tengo por la escena más emocionante del libro la
conversación entre Heidi y el Tío de los Alpes, cuando, tras reencontrarse,
suben de vuelta hacia su cabaña. Heidi insiste en que había rezado y rezado
para regresar a su lado y que Dios había escuchado su súplica, porque nunca
olvida a quienes lo invocan. El abuelo musita que tal vez, en algunos casos, no
hay vuelta atrás y que el Señor olvida a quien Le ha olvidado. Entonces Heidi, que tantas dificultades había sorteado para aprender a leer, corre a buscar un libro y le ofrece una lectura narrada de la historia del hijo pródigo.
“Unas horas más tarde, cuando Heidi hacía ya un buen rato que dormía profundamente, el abuelo subió por la pequeña escalera; colocó su lamparita junto al lecho de Heidi para que la luz iluminara a la niña. Reposaba allí, con las manos juntas, porque Heidi no se había olvidado de rezar. En su carita rosada había una expresión de paz y de feliz confianza que debió decirle algo al abuelo porque se quedó allí un buen rato sin moverse y sin quitar la vista de la niña dormida. Entonces él también juntó las manos, y dijo a media voz, con la cabeza baja:
- ¡Padre, he pecado contra el cielo y contra ti y no soy digno de que me llames tu hijo!
Y unas lágrimas grandes rodaron por las mejillas del viejo.”
(Johanna Spyri, Heidi).
Calvin y la petitona también me hacen llorar en otro monasterio donde aguzo el oído en esta noche para oírles respirar: ¡Abba!
Quien nos iba a decir todo lo que Heidi contenía... Gran entrada con emocionante final. Bellísimo cuadro.
ResponderEliminar¡Precioso artículo!. Dios siempre nos escucha, a veces puede atender a nuestras peticiones y en otras no porque son contrarias a su voluntad y por mal de nuestras almas. Buena decisión de Heidi..." Rezar". "El corazón sencillo y puro es lo que le importa a Dios". Saludos.
ResponderEliminar