Virgen niña en éxtasis, Francisco de Zurbarán (1630) |
A mi hija pequeña le cosquillea el alma preguntarme de tanto en tanto el motivo de
la forma castellana, con aféresis y metátesis, de su nombre. Con sonrisa tímida
e iluminada, como sólo en la infancia se atiende el relato de una gesta mil
veces repetidas, escucha siempre complacida la misma respuesta.
En su
temprana adolescencia su padre fue herido por la literatura, deslumbrado por la
sintaxis medieval. En su imaginación quedó grabado a fuego un episodio de la
iniciación épica de un joven castellano: en una iglesia el héroe había obligado
a jurar a un rey que no había participado en el asesinato de su hermano, como condición para prestarle obediencia de vasallo. Tanta impresión le
produjo la lectura de este caso que sintió que una hija suya llevaría el nombre
de aquel templo consagrado en honor de una virgen siciliana. Veinte años antes
que ella naciera, Dios había concedido a su padre, el narrador de esta otra
historia legendaria, pensar en ella, a fin de que guardase en la memoria su
deber de traerla al mundo.
En la
última Navidad mi hija se me acercó una vez más. Abrí el volumen del Romancero viejo
y le señalé la fecha que había anotado aquel joven que, sin que ella pudiese ya
conocerlo, latía por sus venas ante sus ojos. Atónita, como si la leyenda
empezase a cobrar sorprendentes contornos reales e inmediatos, empezó a
escuchar a su juglar declamar exaltado el ritmo octosilábico del romance (h.
1200) del juramento que tomó el Cid al rey don Alfonso.
A
medida que los versos se sucedían torrencialmente en mi voz, observé en mi hija una mirada entre fascinada y extrañada. Comprendí embriagado que las
aguijadas y los cuchillos cachicuernos habían empezado a proyectar ante ella las
imágenes de toda una juventud que había culminado al sostenerla recién nacida
entre mis brazos. De algún modo íntimo y sobreentendido le estaba relatando, agradecido,
la historia de mi vida, entrelazada inextricablemente con aquellas palabras que
para ella eran tan nuevas y tan enigmáticas:
tan decisivas.
Con
zapatos de lazo, con camisones de Holanda y con capas frisadas, regresaba la
tensión exasperada de una biografía desterrada a encontrar la recompensa de su razón.
Peregrino ausente, había debido recorrer los confines de un espacio moral que
de tan llano había desesperado no pocas de aquellas jornadas polvorientas que parecían no conducir a ningún destino físico o espiritual. Rememoradas, la escritura de estas líneas las invocan, otra vez, cumplidas.
Por
analogía hermética, barrunto entre estas líneas la tersa desnudez de aquellas
formas simples que caracterizan el Romancero y que desembocan en esta
narratividad apenas esbozada. Baste mencionar el caso como el primero de entre ellos y el romance de la jura como el ejemplo más depurado en el tratamiento de sus rasgos: el
juicio, el detallismo descriptivo y la recompensa.
Jura del rey Alfonso VI en Santa Gadea, Marcos Hiráldez Acosta (1864) |
Por
rebelde, he sido buen vasallo. Reconozco con pesar que no he tenido señor que
haya merecido tal nombre. Ejemplar no he sido. Entre mesurado y levantisco he
perseverado. Soy consciente de que, para haberlo logrado, me he apoyado en una estética, no menos barroca que gregoriana, no menos stilnovista que claravalense; íntimamente hispánica. Imprevista, reivindica que por justicia tararee la
mazurca en este día de Pere Gimferrer: “Y es, por ejemplo, ahora / esta lluvia
en los claustros de la Universidad, / sobre el patio de Letras, en la luz
charolada”. Oh légamo, légamo, desleído en las barbacanas de mi memoria...
Con
la muerte de Vellido Dolfos a las puertas de Zamora escandida entre precisos recuerdos alterados, me ha sido posible a lo largo de un cuarto de siglo guardar fidelidad a la promesa escatológica que convertía
misteriosamente un poema de hace ochocientos años en la señal que había recibido de
custodiar tu vida escrita, petitona, desde toda la eternidad a través de un futuro que se abría incierto. Cada vez que lo releo ahora advierto una plenitud providencial en todos los renglones torcidos y las rimas rotas que, insensato, haya podido lamentar en las etapas de mi transmisión textual.
“En Santa Gadea de Burgos,
do juran los hijosdalgos,
le toman jura a Alfonso,
por la muerte de su hermano;
tomábasela el buen Cid,
ese buen Cid castellano,
sobre un cerrojo de hierro
y una ballesta de palo
y con unos evangelios
y un crucifijo en la mano”.
(Romance de la Jura de Santa Gadea)
Mas no le faltó a tu padre adonde asentar su campo. En nuestro hogar ruego no olvidar nunca la respuesta: "Papá, ¿por qué me llamo Gadea? - Tú lo sabes, hija mía".
Yo ya barruntaba que el nombre de Gadea algo tenía que ver con el juramento del que hablas.
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