Abraham y los tres ángeles.
Jan Victors (1640)
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Cualquier profesor de crítica literaria ha recurrido
alguna vez sin pudor al relato de un fugitivo Erich Auerbach (1892-1957) en Estambul componiendo de memoria, sin bibliotecas que pudiera
consultar, su obra maestra, Mímesis. La representación de la realidad en la literatura occidental. Publicada por
primera vez en alemán en 1946, hubo de esperar a la aparición de su traducción
inglesa en Princeton University Pres en 1953, aunque ya había conocida una edición en español en 1951, para convertirse en el libro
empíreo que ni el postestructuralismo ni los estudios culturales han conseguido erradicar
de la memoria académica.
Auerbach ha encarnado la heroica y solitaria figura
del humanista que conserva, en medio de su devastación atómica y genocida, el
legado cultural de Occidente mediante la escritura de una obra que, a juicio de
Hayden White, es la culminación de la historiografía modernista.
Su primer capítulo, “La cicatriz de Odiseo”, ha sido
saqueado con perezosa fruición. Su contraposición entre el modo de relatar
griego y el hebreo, centrados en los episodios de la anagnórisis de Odiseo por
su nodriza y del sacrificio de Abraham, ha sido fatigada hasta la extenuación
esquemática y escolar.
La experiencia hace sospechar que el entusiasmo por
la obra de Auerbach no ha solido pasar del primer capítulo. Sus encomiastas
suelen adoptar una cara de circunstancias al oír hablar de la decisiva
importancia de la otra hoja de este gran pórtico que es el segundo capítulo,
“Fortunata”, donde Auerbach, a contracorriente, traza la ruptura historiográfica,
epistemológica y ética de la teoría clásica de los géneros enfrentando a la
poética orgiástica del noble Petronio el estilo humilde y trágico del evangelio
de Marcos. De la cicatriz de Odiseo a la traición de Pedro, del sacrificio de
Isaac al banquete de Trimalción, la representación occidental de la realidad habría
surgido de la herida que la tradición judeocristiana ha infligido en el cuerpo
grecorromano.
En su defensa de la latinidad parecería que Fabrice Hadjadj habría matizado recientemente esa intuición decisiva al recordar que, “con
todo, hay que admitirlo: Eneas es la clave, el pivote entre Ulises y Abraham,
el que permite acoger una visión católica del mundo -unidad en la diversidad y
movimiento en el arraigo”. Aunque no puedo estar en desacuerdo, me resisto a
admitirlo en conjunto, precisamente porque pone sobre el tapete la prístina y
crucial paradoja que, por irresoluble, acaba desembocando en la aporía central de
la cultura cristiana.
Para Hadjadj, que considera a Ulises y Abraham
respectivamente figuras de la nostalgia y de la esperanza, “entre ambos, pero
también después de ambos, está Eneas”. Resulta singular -y significativo- que,
a continuación, sólo contraponga al fundador de Roma con el mendigo de Ítaca. Ante
la astucia de Ulises, imprudente esposo y padre ausente, se alza la piedad de Eneas
que rinde honor al padre muerto y que transmite la sagrada y natural gloria humana
a su hijo Ascanio. ¿Podría decirse que es esta piedad la que hace soportable a
Hadjadj el peso de la fe abrahámica, cuya paternidad exige una obediencia
absoluta que se encarna en su perpetua diáspora? Roma arraiga en el tiempo. La
tierra de Moriah es la imagen, en cada uno de sus detalles históricos, de una inquietante realidad celeste siempre por alcanzar.
Como he dicho, esta tensión cultural, que
acertadamente Hadjadj enfrenta como solución al “paradigma tecno-económico”, no
está exenta de sus ricas y productivas contradicciones. En un capítulo espléndido de Mímesis Erich Auerbach,
aborda la problemática figurativa que, punzante y lúcida, descubre en la
conversación que Farinata y Cavalcante mantienen con Dante en el Canto X del “Infierno”.
Bajo la autoridad de los Padres de la Iglesia y de la antropología tomista, según
Auerbach, nos enfrentaríamos en ella a la sorprendente paradoja del realismo de
Dante cuando describe las almas que encuentra en su peregrinación por el
ultramundo: “Observamos una imagen intensificada de la esencia de su ser,
fijada para toda la eternidad en dimensiones gigantescas; la observamos con una
pureza y distinción que nunca habría sido posible ni por un momento en su vida
terrenal”.
Cada alma se expresaría así con una completa intensidad
que lleva a su inamovible destino eterno un momento de dramática historicidad.
El cumplimiento de la figura la sobrepasa y, a la vez, la realza a través de un
estilo que, por sublime, busca la perfección de la forma mediante la combinación de los
registros más variados: “Y por virtud de esta inmediata y admirable simpatía
por el hombre, el principio, enraizado en el orden divino, de la
indestructibilidad del hombre completo histórico e individual se vuelve contra ese orden, lo subordina a sus
propios propósitos y lo obscurece”. El exilio de Eneas transfigura la realidad
de Europa, sí, pero el sacrificio de Isaac sigue dislocando su cumplimiento. Al
mismo tiempo, la preserva de su espiral autodestructiva en tanto que confirma
su promesa. La fe, que espera lo imposible, precede a toda piedad. Confieso, sí, que mi visión paulina está bajo la regla de Tertuliano y la repetición de Kierkegaard.
Con todo, resulta muy difícil no admitir que sólo la latinidad ha garantizado que se mantenga en pie la tensión creativa entre Atenas y Jerusalén, a través de la cual, según Auerbach, se habría caracterizado la realidad como representación, lo cual sería la fundamental aportación de la literatura europea.
Al recorrer los restantes capítulos de Mímesis -desde los dedicados a Gregorio de Tours, Chrétien de Troyes o Rabelais hasta aquellos otros inspirados en Goethe, H. de Balzac y V. Woolf-, siempre he tenido la sensación de estar paseando por el Limbo elíseo del Canto IV del “Infierno”. Como un Virgilio en peregrinación por los círculos de nuestra tradición literaria e historiográfica, Auerbach acompaña y sostiene a sus lectores en la búsqueda de una revelación figurativa que se va sustrayendo entre los reflejos especulares de las obras y sus autores, de los comentarios y de sus recuerdos releídos, y que, sin embargo, anticipa un deseo de plenitud que jamás agota su exégesis. Cada uno, modelado con la materia de sus sueños, conversará entre figuras que en un banquete sin fin realizará el Juicio definitivo del Lector de nuestra esperanza y de nuestra nostalgia. En las letras del Libro de la Vida las habrá purificado de sus erratas.
Al recorrer los restantes capítulos de Mímesis -desde los dedicados a Gregorio de Tours, Chrétien de Troyes o Rabelais hasta aquellos otros inspirados en Goethe, H. de Balzac y V. Woolf-, siempre he tenido la sensación de estar paseando por el Limbo elíseo del Canto IV del “Infierno”. Como un Virgilio en peregrinación por los círculos de nuestra tradición literaria e historiográfica, Auerbach acompaña y sostiene a sus lectores en la búsqueda de una revelación figurativa que se va sustrayendo entre los reflejos especulares de las obras y sus autores, de los comentarios y de sus recuerdos releídos, y que, sin embargo, anticipa un deseo de plenitud que jamás agota su exégesis. Cada uno, modelado con la materia de sus sueños, conversará entre figuras que en un banquete sin fin realizará el Juicio definitivo del Lector de nuestra esperanza y de nuestra nostalgia. En las letras del Libro de la Vida las habrá purificado de sus erratas.
“Cosí vid’i’ adunar la bella scola
di quel segnor de l’altissimo canto
che sovra li altri com’aquila vola.
Da ch’ebber raggionato insieme alquanto,
volsersi a me con salutevol cenno,
e ‘l mio maestro sorrise di tanto;
è piú d’onore ancora assai mi fenno,
ch’e’ sì mi fecer de la loro schiera,
sì ch’io fui sesto tra cotanto senno.
Cosí andiamo infino a la lumera,
parlando cose che ‘l tacere è bello,
sì com’era ‘l parlar colà dov’era”
(Dante, Inf. IV, vv. 94-105).
Lejos de la quietud, en el aire suspirado, llego
entretanto adonde la luz se disipa.
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