Concierto campestre, Tiziano (1510) |
A la música polifónica, de la mano de Claudio Monteverdi (1567-1643), llegué no por razones religiosas sino por profanos motivos biográficos. En el último año de carrera me enamorisqué de una menuda compañera
gallega, violinista y gaitera, con voz de mezzosoprano, que procuraba
instruirme en la belleza del canto coral.
Tras haber vencido el hechizo, entendí que, más que
arrobado, en aquellos momentos en que había cantado la contemplaba en
un estado de delirio petrificado.
En mi fascinación por ella jugaba a su favor mi condición de
letraherido que sabía explotar delicadamente. Digamos que estaba predispuesto a
sufrir en silencio asociando su rostro a las pastoras que me habían cautivado
en Los siete libros de Diana (1559)
del grandísimo poeta Jorge de Montemayor.
En aquella prosa tersa y melancólica cristalizaban las
imágenes de mi Virgilio preferido, el de las Bucólicas, y, en escorzo, las de
las églogas garcilasianas. Como mis amores adolescentes, mis amistades masculinas han sido siempre más romanas que no helénicas. En nuestros frugales banquetes solíamos
hablar de sentimientos de pastoras o serranas. Modestos, aspirábamos sólo a
asemejarnos a Tirreno y Alcino. Demasiado poéticos, de Nemoroso nos bastaba
con oír el eco de la voz de Orfeo que “lleva presuroso / al mar de Lusitania el
nombre mío”.
Compruebo que me he alejado del tema musical por imitar una de
esas (auto)biográficas digresiones renacentistas que nos explicaba susurrante, seductor, Antonio Prieto, nuestro Amadís de la Complutense. ¿Debería sorprenderme que estas
líneas vayan destejiendo recuerdos guardados en el subconsciente de su
escritura? La memoria de pastoras y amigos me permiten ahora remontarme al fin a
la revelación que experimenté al escuchar, por pasión, los primeros madrigales de Monteverdi.
Toda aquella amalgama de letras y sensaciones autobiográficas
me impulsaron a adquirir Il secondo libro de madrigali (1590).
Cuatrocientos años después, casi con la misma edad en que se habían compuesto
aquellas partituras, escuchaba una y otra vez aquellas voces que se perseguían,
se encabalgaban y consumaban su amor en una nota ausente: el silencio final.
Sin duda estas composiciones reflejan una obra juvenil, lejana
de las cimas que su autor logró en su octavo libro (1638). Como género menor,
el madrigal permitió a Monteverdi experimentar, a lo largo de su vida, con sus
posibilidades expresivas y con sus coloraciones armónicas hasta,
transformándolo radicalmente, ensanchar las capacidades comunicativas de su original unidad métrica como nuevo género textual-musical. Rasgo propio de la estética
manierista, Góngora haría lo propio, con idéntico rigor, con el romance.
Con todo, si algo me sigue atrayendo de aquellos madrigales
tempranos que recupero veinte años después, es esa nerviosa agilidad, a veces
insegura, de un modelo poético haciéndose entre las manos. En aquella etapa
inicial Monteverdi se aseguraba seguir sus pautas canónicas, métricas y
pragmáticas: brevedad, temática pastoril, delicadeza armónica. Como si pasearan
por un pequeño jardín cultivado en medio de la silva que lo contiene, las
voces articulan un tempo poético que
refrena su deseo entrelazándose en los límites entre heptasílabos y
endecasílabos.
Ortodoxo también en la selección de las veintiuna
composiciones que forman este segundo libro, el músico italiano se decantaba sobre todo por la
poesía de Torquato Tasso (1544-1595). Del enloquecido autor de Amintas (1573), en la voz de Monteverdi, no he perdido por completo la pureza de la emoción primeriza que me producía “Non si levav’ ancor l’alba novella”, como tampoco puedo escuchar, imperturbable o distraído, el diálogo implícito, cavalcantesco, de los “spirti d’amori” de los amantes en “Mentr’io mirava fiso”. Además, siguen conmoviéndome todavía
el concepto elemental y excitante de “Bevea Filide mia” y la cópula floral y
fonética de “Non giacinti o narcisi” a partir de los poemas de Girolamo Casoni.
Ahora en la madurez me llama curiosamente la atención la última composición del libro de Monteverdi que entonces apenas ya escuchaba, exhausto. Se trata de “Cantai un tempo” de Pietro Bembo (1470-1547), la única sin heptasílabos ni pareado final. En realidad, sus ocho versos, dodecasílabos, son los dos primeros cuartetos del «Soneto XXXVIII» de las Rime (1529). ¿Por qué Monteverdi cerraba su ciclo de una manera tan anticlimática, aunque tan petrarquesca?
Ahora en la madurez me llama curiosamente la atención la última composición del libro de Monteverdi que entonces apenas ya escuchaba, exhausto. Se trata de “Cantai un tempo” de Pietro Bembo (1470-1547), la única sin heptasílabos ni pareado final. En realidad, sus ocho versos, dodecasílabos, son los dos primeros cuartetos del «Soneto XXXVIII» de las Rime (1529). ¿Por qué Monteverdi cerraba su ciclo de una manera tan anticlimática, aunque tan petrarquesca?
No sabría decir exactamente por qué, pero aún soy capaz de
comprender la desesperada afirmación que el desengaño amoroso hace exclamar en la
juventud. Los placeres se tornan lágrimas y el canto se fuga en el silencio de
la memoria de quien lo oía. Callar es entonces el grito del corazón que no
renuncia, por un instante final, a los acordes de su deseo.
“Cantai un tempo, e se fu dolc’il canto,
questo mi taceró, ch’altr’il sentiv;
hor è ben giont’ogni mia fest’a riva,
et ogni mio piacer rivolt’in pianto.
O fortunato chi reffren’in tanto
il suo desio, che riposato viva.
Di riposo e di pac’il mio mi priva:
cosí va, ch in altrui pon fede tanto”.
(Pietro Bembo, «Cantai un tempo»).
En los tercetos finales la voz del poeta se quejaba, despechada y rutinaria, de la amante despiadada y enemiga que truncaba su esperanza. Al músico le basta confiar a sus oyentes la inquieta melodía de su ausencia. Así, ya no yo.
Qué pedazo de entrada, para escucharla y saborearla con tiempo. Gracias.
ResponderEliminarEscuchar, escuchar a Monteverdi... Muchas gracias.
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