Sir Thomas More with his daughter, John Rogers Herbert (1844) |
“Ningún cuerpo está tan plenamente configurado por el alma
como la letra de la Sagrada Escritura está permeada de misterios espirituales”.
En estas palabras de La agonía de Cristo,
el último libro escrito por Tomás Moro (1478-1535) durante su prisión en la
Torre de Londres, refulge dramáticamente la espiritualidad humanista de su
autor. Con aquella definición sintetizaba, en la mejor tradición de los Santos
Padres, los fundamentos del método exegético-alegórico, mientras se entregaba, en continuidad con la devotio moderna, a
una profunda meditación sobre el inicio de la Pasión de Jesucristo.
En los albores de la modernidad la mirada de Moro se volvió luminosamente
crepuscular. Se vio asistiendo no a la transformación del viejo mundo sino al principio
del apocalipsis del nuevo. Quizás por ello se ha solido poner en relación su tratado
religioso con la escatología de Pascal: Jesús en agonía hasta el fin del
mundo, en Getsemaní. Tengo para mí que la reflexión moreana es, más bien,
soteriológica y, en este sentido, siempre humanista. La agonía de Cristo es un libro sobre el misterio de la historia:
el poder de las tinieblas sólo puede ser combatido con la oración sin descanso.
Fe y esperanza son los dos únicos faros en la noche de la caridad. Enfrentado a
la verdad de su martirio, Moro anheló la plenitud mística de sus sufrimientos:
la corona del Cielo.
Si el Renacimiento erasmiano quería no tanto restaurar la
Antigüedad clásica cuanto fundar una nueva época áurea en el crisol de su
tradición cristiana, el autor de Utopía (1516) vislumbró al final de su vida, lúcidamente espantado, el comienzo de la explosión
de un proyecto que fue suyo y al que permaneció fiel. La Reforma protestante no sólo había marcado el
fin de la Cristiandad, sino que inauguró la destrucción misma de la idea de
Europa. Enrique VIII, su amado rey, le asestó el golpe definitivo.
Medio milenio después, Moro me entusiasma porque su
delicadeza familiar y social está tejida de la experiencia cartujana de su
juventud. Es un ejemplo de monje laico en medio del mundo. No es que llevase el
monasterio dentro de sí, sino que nunca lo abandonaba incluso en medio de las más
altas responsabilidades. No era el trabajo su oración, sino que su oración se
derramaba en todas sus ocupaciones. Como Chesterton
observó agudamente con motivo de su canonización en 1935, Tomás Moro no fue
sólo el campeón de la Libertad en su
vida y en su muerte tan públicas, sino que también “en su vida privada fue figura
(type) de una verdad incluso menos comprendida
hoy: la verdad de que la morada real de la Libertad es el hogar”.
Impera en nuestra sociedad la idea literalmente indiscutible,
para que pueda convertirse en indiscutida, de que las religiones se identifican
con el fundamentalismo, la intransigencia y la intolerancia. Esta misma sociedad occidental, que legaliza cualquier
procedimiento que permita deshacerse de lo que entiende como obstáculo a sus fines individualistas, no ceja, en nombre de la libertad, de
regular y tipificar legalmente comportamientos que
se opongan, o simplemente lo parezcan, a la desatada satisfacción de los deseos individuales. El aborto, un derecho hoy en la práctica. A la larga, a los
que se nieguen a someterse a la eutanasia se les calificará de egoístas insolidarios.
La forma de la familia, una decisión pública de votos convertida en dogma. La vida o la muerte
sólo merecerán la pena por la plusvalía psicoeconómica que sean capaces de
generar. El control del hogar, una cuestión de seguridad del Estado.
Desde la Revolución Francesa, consecuencia final de las guerras de religión, ha corrido sistemática más
sangre en nombre de las Luces que en cualquier sociedad no digo ya feudal sino
simplemente sacrificial. Por ello, en el principio, el silencio de Tomás Moro delante de sus
acusadores vuelve a ser un ejemplo modélico de la apologética más subversiva para
un Estado endiosado que se proclama cabeza suprema de la sociedad, deseando y logrando arrogarse todos los honores y las dignidades ya no en nombre de Dios sino de sí
mismo.
Tomo entre mis manos el epistolario desde la Torre y
compruebo, desolado, que los argumentos de Thomas Cromwell, a los que se plegaron tantos obispos
temerosos del poder del rey, mantienen su sofística capacidad de seducción. Incluso conservan una frescura sutil mayor que los que sostienen hoy en días tantos especialistas interculturales e
interreligiosos en ética aplicada. Reduciendo los studia humanitatis a la versión más corrompida de la filosofía
moral, se sepulta en el olvido reaccionario la historia, la oratoria, la
gramática o la poesía cuya figuratividad –como la de su hermana medieval, la
matemática− desmonta la supuesta proactividad sinérgica de esa basura
intelectual que suele esconderse bajo pomposos e hipócritas títulos, como el de ciencias de la
comunicación.
“Pero, Margaret, las razones de que rechace el juramento, como te he dicho frecuentemente, nunca te las mostraré, ni a ti ni a nadie, a no ser que su majestad guste mandármelas. Si su majestad lo hiciera así, ya te he dicho cómo obedecería. Pero, hija mía, lo he rechazado y lo sigo rechazando por más de una causa. […] Si las mismas cosas que vieron antes de una determinada manera, les parecen ahora de otra, mucho me alegro por ellos. Pero todo lo que yo vi antes, todavía hoy día lo veo exactamente igual. Y por lo tanto, aunque ellos puedan actuar de otro modo, yo, hija mía, no puedo. […] Por consiguiente, Margaret, en cosa que ignoro no pensaré de otra gente peor de lo que de mí mismo pienso. Pero como sé bien que solamente mi conciencia me hace rechazar el juramento, así confiaré en Dios y en que otros lo han recibido y aceptado de acuerdo con sus conciencias”.
(Carta de Margaret Roper, hija de Tomás Moro, a Alice Alington, hija de Alice Middelton, segunda esposa de Tomás Moro, en agosto de 1534).
En defensa de su conciencia, sagrario de la verdad, Thomas
More no cesa de animar a que, meditando la tristeza del Redentor, “penetremos
en el misterio espiritual de salvación escondido bajo la letra de la historia”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario