El alquimista, David Teniers el Viejo (1640) |
Hace unos meses Ander Mayora me sugería la lectura de
Religio
medici (1642) del médico inglés Thomas Browne
(1605-1682). He ido retrasándola -mejor dicho, sincopándola- por diversas
razones íntimas. Como hemos acabado la octava en la memoria de
los mártires
ingleses, ha llegado el momento de que me enfrente a una obra rara, en toda la amplitud del
término. De algún modo secreto, como si sus páginas presumiesen las
consecuencias de su alquímica melancolía, percibo en ellas un pórtico flemático a las tensiones revolucionarias de las guerras de religión de la época. ¿Son capaces, todavía, de atraer la acusación de papistas como de ser incluidas en el Índice?
Como hacía mi padre cuando el diagnóstico y la
etiología de una enfermedad se le enmarañaban a la hora de la prescripción
facultativa, he acudido a mi vademécum de anglofilia. Y, oh sorpresa, Ignacio
Peyró escamotea al lector una de sus sabias digresiones sobre la figura
esfumada de un ignoto y admirado cirujano de provincias que anticipaba, con su
incisivo estilo -una especie de Montaigne acodado en un pub de la campiña-, esas
elegantes y paradójicas transacciones morales y sociales que han caracterizado el liberal
espíritu conservador inglés.
Como de los maestros siempre se aprende, de igual
modo que el autor de Pompa y
circunstancia se asomaba indirectamente, en un gesto taraceado de exquisito
bizantinismo, a Samuel
Johnson a través de la Vida de James Boswell, ¿por qué
un desdibujado stilnovista como yo no podría tener el desparpajo de avanzarse
al encuentro de Browne entre las líneas fieras y simpáticas que Johnson dedicó
al físico de Norwich en Christian Morals (1756)?
Son deliciosos los párrafos en que Johnson se burla
amablemente de todas las gentiles excusas que Browne tramó para recusar como no
autorizada la primera edición de Religio
Medici y así defenderse de las críticas del católico Sir Kenelm Digby. En sus
réplicas asistimos a los ejercicios serios y retóricos de dos excéntricos gentlemen campestres. ¿Cómo no sucumbir
hechizados entonces al juicio crítico de Johnson?: “No pronto Religio Medici apareció publicada que
excitó la atención del público, por la novedad de sus paradojas, la dignidad de
sentimiento, la rápida sucesión de imágenes, la multitud de abstrusas
alusiones, la sutileza de disquisición y la fuerza de su lenguaje”.
A mí, anacrónico, me ha atraído más bien el extravagante
y certero perfil teológico que Browne ofrece de su personalidad. La autobiografía
taquigráfica señala a su lector que compuso su obra a los treinta años,
la edad con la que, a su juicio, Adán fue modelado por Dios. En la cima de su
vigor el adánico Browne da nombre a sus ideas y a sus opiniones. Cultiva así su obra como un jardín melancólico en el que, con el elegante descuido destallado que
requiere la buena educación, se protege y refugia del fragor de la Caída. Atemperada por la lejanía de su escritorio, ésta resuena en el fondo de sus líneas.
A un lector posmoderno, fascinado por los laberintos
y las bibliotecas de Borges,
la obra de Browne le seguirá excitando por su eclecticismo y por su impetuosa sobriedad literaria y erótica. En su escritura destellan los reflejos
herméticos de su profesión médica. A media distancia, la religión de Browne se
aparece como la de un naturalista atento a los ecos trascendentes de un cosmos
cifrado, mas no enigmático. A corta distancia, para una aguda vista cansada, es la
suya la filosofía de un físico que ha probado el fruto del conocimiento y al
que, sin embargo o por ello, no le pesa la muerte.
Como he entrado en la senectud según
el cómputo de Dante, es este Browne oculto quien atrae más mi atención: “No presumo de nada, pero digo claramente que todos trabajamos contra
nuestra propia curación: pues la muerte es la curación de todas las
enfermedades”. ¿Acaso Browne sería en fin un epicúreo abatido? En absoluto. Si bajo alguna sombra descansa es
la del Sirácida “que me dice que es vanidad malgastar nuestros días en la ciega
búsqueda del conocimiento”. Para no incurrir en la vanidad de darse esta ciega razón, es preciso insistir en iluminarla.
Su Religio
medici debería ser leída como un tratado natural de dogmática. Ante las
ruinas humanistas y barrocas del orden medieval y escolástico sus dos partes tratan de la fe, la esperanza y la caridad.
Ecos y reflejos de Dios, de la Creación, de la Redención y de la Escatología
atraviesan sus secciones. En su fragmentariedad aluden a la armónica nostalgia de un
universo sacramental que la escritura testimonia sin poder restaurar ni
reemplazar.
Explora en un mundo vasto y de fértil desolación la
íntima dignidad que los retruécanos existenciales de la vida como sueño de la Resurrección
conceden al ser humano. Browne, protestante, se resiste a abandonar el dulce
consuelo de la comunión de los santos y la intercesión de vivos y difuntos: “Calificamos de
muerte al sueño y, sin embargo, es el despertar el que nos mata, y destruye
esos espíritus que son la casa de la vida”.
Ante la angustia de nuestra caída, la felicidad consiste en la serena reflexión sobre la muerte que nos recuerda nuestra eterna corporalidad: “Este es el dormitivo que tomo al irme a la cama; no necesito más láudano que este para hacerme dormir; después de lo cual cierro los ojos sintiéndome a salvo, contento de despedirme del sol, y dormir hasta la Resurrección”. Nada trasluce desesperación en el pensamiento de Browne, sino la consciente seriedad del irresoluble drama humano de la Salvación.
Ante la angustia de nuestra caída, la felicidad consiste en la serena reflexión sobre la muerte que nos recuerda nuestra eterna corporalidad: “Este es el dormitivo que tomo al irme a la cama; no necesito más láudano que este para hacerme dormir; después de lo cual cierro los ojos sintiéndome a salvo, contento de despedirme del sol, y dormir hasta la Resurrección”. Nada trasluce desesperación en el pensamiento de Browne, sino la consciente seriedad del irresoluble drama humano de la Salvación.
“Aquello que es la causa de mi elección considero que es la causa de mi salvación, y ello fue la misericordia y beneplácito de Dios antes de que yo existiera o de la fundación del mundo. «Antes de que Abraham existiese, era yo», es el dicho de Cristo; pero no deja de ser verdad en cierto sentido si lo digo yo de mí mismo, pues yo no sólo era antes que yo mismo, sino que Adán, es decir, en la idea de Dios, y en el decreto de ese sínodo celebrado desde toda la eternidad. Y en este sentido, digo, el mundo fue antes que la Creación, y tocó a su fin antes de tener principio; y así yo estaba ya muerto con anterioridad a estar vivo; y aunque mi tumba sea Inglaterra, el lugar de mi muerte fue el Paraíso, y Eva abortó de mí antes de concebir a Caín”.
(Thomas Browne, La religión de un médico)
Entre las páginas de Browne creo atisbar las sombras
elíseas de Hamlet y Segismundo en alegre
conversación melancólica.
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