La predicazione dell'Anticristo, Luca Signorelli (1499-1502) |
... Todas las intimaciones escatológicas sobre el Apocalipsis que han sacudido
con inusitada fuerza la conciencia europea desde el seísmo revolucionario de
1789 con sus réplicas aumentadas en las sucesivas revoluciones y guerras
mundiales de los dos últimos siglos, encuentran un extraño eco, a mi parecer,
en El
Anticristo (1934), una obra menor y fallida, a la que sería injusto olvidar, del autor austriaco Joseph Roth (1894-1939).
En la contracubierta de la edición que he utilizado
(Madrid, 2013) la entradilla se apresura a declarar que este libro “no tiene
tanto que ver con la religión como con la desintegración moral del mundo
moderno”, frente a la cual “el autor pretende abogar por la causa del humanismo”.
Quien lea la obra se dará cuenta de que esas líneas han sido dictadas también por
“el señor de las mil lenguas”.
El protagonista, que a veces firma sus reportajes y
sus cartas como J. R. o directamente como Joseph Roth, recorre el mundo, desde
las minas de Inglaterra a los campos de la Unión Soviética, desde los ghettos de
Europa Central hasta Hollywood, para informar al señor de las mil lenguas, que
es una especie de un gran empresario de medios de comunicación avant la lettre, de la degradación
humana que atribuye una y otra vez al Anticristo o a sus secuaces.
No se sabrá
con certeza si el mismo señor de las mil lenguas es el Anticristo o, más bien,
como parece al final, uno de sus cómplices más destacados. Como si fuera una
realidad que se desdoblase y se multiplicase bajo miríadas de máscaras, la
personalidad del Anticristo, cuya encarnación se está a punto de señalar
explícitamente en Hitler, ha infectado la tierra entera: desde el mundo de
sombras platónicas que para el narrador expresa terriblemente la invención del
cinematógrafo, arrancando el alma de los seres humanos, hasta la propia
salvación que habría de venir de los judíos.
Incluso al final de la novela-ensayo-memorias el
propio narrador descubre con horror que él mismo -y, por extensión, su obra-
pudiera estar capturada por el misterio de la iniquidad. En este último
capítulo, que es una sátira alegórica muy ácida, un fraile va explicándole la complicidad
del Vaticano con tres reinos que podría decirse que habrían de preceder al
Anticristo, cuyos hechos son sólo aludidos como “concordatos”: la Roma
fascista, la Alemania de la cruz gamada y los Estados Unidos de Hollywood.
Horrorizado, el protagonista exclama: “-¡Márchese! Todavía no ha llegado el fin
de los tiempos”, hasta que descubre en una sala de cine que “el Anticristo me
había filmado mientras hablaba conmigo como enemigo del Anticristo. […] Me
había robado la sombra. Y me fui de la sala”.
Frente a la «misericordina» de bazar, la dulzura de Jesús
es implacable: “Y si no se acortan aquellos días, nadie podrá salvarse. Pero en
atención a los elegidos se abreviarán aquellos días” (Mt. 24, 22). A la Iglesia
siempre le ha correspondido, como a la Mujer del Apocalipsis, huir al desierto,
“donde tiene un lugar preparado por Dios para ser alimentada durante mil
doscientos sesenta y dos días”. Esos tres años y medio es el tiempo que
transcurre entre que “fue arrebatado su hijo junto a Dios y junto a su trono” y
“el reinado de nuestro Dios, y la potestad de su Cristo; porque fue precipitado
el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba ante nuestro Dios día y
noche” (Ap 12, 5.6.10).
En esta época, que pudiera estar durando doscientos o
mil años según el cómputo del tiempo, parece como si “el Diablo ha bajado a vosotros,
rebosando furor” y vomitando “de su boca, detrás de la mujer, agua como un río
para hacer que el río la arrastrara” (Ap. 12, 12.15). Vivimos en el tiempo escatológico, pero aún no
en su final, a pesar de todos los horrores que han sucedido. En medio del
desierto, apenas atisbo “cómo el dragón se detuvo en la arena del mar” (Ap.
12,18), expectante ante la aparición de la Bestia.
“Y mientras se dedica a aniquilar, creemos que construye. Cuando nos da piedra, pensamos que nos da pan. El veneno de su copa tiene para nosotros el sabor de una fuente de vida. Y a él, el príncipe de los infiernos, lo contemplamos como a un hijo del cielo y de la tierra al mismo tiempo; lo cual, mientras vivimos, nos parece ser más que si fuera tan sólo hijo del cielo. Así es como se nos presenta y nos habla: «Querían prometeros el cielo. Pero yo os doy la tierra. Teníais que creer en un dios incomprensible; yo, sin embargo, os hago dioses a vosotros mismos. Creéis que el cielo es más que la tierra, ¡pero la tierra es sin duda un cielo!”. Y como es propio de nuestra naturaleza anhelar continuamente convertirnos en dioses -pues nunca olvidamos nuestro origen y somos reflejos que buscan a lo largo de la vida su imagen original-, el Anticristo consigue seducirnos. De este modo tan fácil lograr nuestra añoranza más noble en vulgar envidia. Pues la añoranza y la envidia son hermanas gemelas, una bella y otra fea, que, sin embargo, pueden confundirse. Es propio de nuestra naturaleza que queramos ser dioses. Pero el Anticristo nos dice que ya lo somos. Y como también es propio de nuestra naturaleza imperfecta cansarnos y que nuestros sentidos se cieguen, aprovecha nuestras faltas y convierte en metas los hitos que se alzan en nuestro largo camino. Y nosotros le creemos, pues mientras vivimos, estamos buscando nuestra patria eterna. Sin embargo, gracias a la astucia del Anticristo, creemos haberla ya alcanzado, aunque nos falte mucho para llegar. Y como nuestros pies están cansados, no nos cuesta creerle. Seguimos en un país estéril y nos imaginamos que aquí es donde se hallan las campiñas de nuestra patria”.
(Joseph Roth, El Anticristo)
¿Cómo será el paisaje estéril de esa campiña? Tal vez una época transhumana guarde la respuesta.
Si se me permite, recomiendo, casi como respuesta al Anticristo, "La leyenda del santo bebedor", última obra de Roth en vida, si no recuerdo mal, donde un pecador sucumbe grandiosamente en pos de una promesa a la santa Teresa de Lisieux. Es una novela corta, pero de significado insondable...
ResponderEliminarUn saludo
Ander,
Oh, sí, qué gran fábula. La leo como una versión de la parábola del hijo pródigo...
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