Hamlet recibiendo a los Actores, Wladimyr Czachórski (1875) |
El grito de angustia de los dos personajes de la inteligentísima obra teatral de Tom Stoppard (1937), Rosencrantz and Guildenstern Are Dead (1967), define de un modo certero mi pasión por la evanescente figura de Hamlet. “¡Consistencia es todo lo que pido!”, claman uno y otro amigo en sendos momentos del Acto I.
Se ha señalado con acierto que Ros y Guil, como se les llama
humorísticamente, son un trasunto de los beckettianos Vladimir y Estragón. En
lugar de esperar a Godot, asisten aterrados a la fuerza de un destino que les
hace aparecer en el momento preciso dentro de la fábula hamletiana. Como en la “mousetrap”
del Acto III de Hamlet, el espectador
asiste sin parar, especularmente, a representaciones dentro de la
representación, y al revés.
El existencialismo de Stoppard es barroco. No se trata sólo
de los precisos dispositivos de metateatralidad que ensaya a lo largo
de toda su pieza. Es también barroco por su concepción, irónicamente
pirandelliana, de que la vida es teatro y de que el teatro sueño es. Los
personajes no buscan a su autor, sino que, en un diálogo posmoderno con la
tradición, intentan descubrir su identidad buscando una respuesta al sentido de
su vaciedad. La ansiedad de la influencia que dominaba a los románticos –Blake
luchando a brazo partido con la sombra paterna de Milton, como imaginaba Harold Bloom- deviene el spleen, el hastío,
de la influencia que agobia a los postmodernos –Stoppard driblando, así, la
imaginación verbal del Bardo-.
Ros y Guil, el ciudadano común, se resisten al papel que se
les ha asignado en la trágica comedia de su cotidianeidad. La vulgaridad de sus
conversaciones o la preparación de sus tácticas chapuceras para oponerse a
Hamlet, queriendo escapar de las trampas sociales de los poderosos, son
arrasadas literalmente cada vez que la trama shakespereana irrumpe. Como se
quejan a toro pasado, hasta su propio idiolecto les es arrebatado por el
vendaval lingüístico de la contraobra shakespereana que, en ausencia, no deja de garantizar la precaria consistencia de la "otra" función.
Me gustaría detenerme en el discutido monólogo de Hamlet en
IV. 4. que empieza “How all occasions do inform against me!”. Antes de salir al
destierro Hamlet conversa con un capitán que le informa sobre el movimiento de
las tropas de Fortimbrás, dispuesto a luchar por un pedazo de tierra que “hath
in it no profit but the name”. Hamlet, admirado, alejándose de Rosencrantz y
Guildenstern, pronuncia el monólogo en que se acusa a sí mismo de cobardía, de permitirse dormir ante
una madre deshonrada y ante un padre asesinado, mientras que aquellos soldados mueren por un
pedazo de tierra sin otro valor que el del honor. “O, from
this time forth, / My thoughts be bloody, or be nothing worth!” concluye,
impotente.
Todas las ediciones modernas de Hamlet ponen de relieve que casi la escena entera no se incluye ni
en la edición del Folio ni en Q1.
En el volumen de la colección The Oxford
Shakespeare se anota que la supresión “no puede ser accidental”, pues ni
hace avanzar la acción ni revela nada nuevo sobre el estado de Hamlet; más
bien, su determinación final “inspira poca confianza”. Frank Kermode,
empirista, resalta la inconsistencia de un Hamlet que, en el instante en que afirma
que tiene el motivo y la fuerza y la voluntad para hacer lo que cree su deber,
es enviado a Inglaterra bajo custodia.
Sin embargo, otras ediciones consideran este soliloquio, “extrañamente
situado” según el mismo Kermode, uno de los más sobresalientes de la obra y de
los más “razonables” de Hamlet. En la versión cinematográfica completa, Kenneth
Branagh lo sitúa en un momento climático,
antes del intermedio. Los pensamientos sangrientos de Hamlet se cobrarán,
indirectamente a continuación, una nueva víctima: Ofelia. A mí me interesan esos versos porque, como dice Harold Bloom, “la tragedia de Hamlet es finalmente la tragedia de la personalidad”. Mientras Hamlet no deja de hablar, nada ocurre realmente. Cuando actúa, todo acaba.
Ros
y Guil asisten al final de su Acto II a este monólogo desde lejos, intuyendo que
su destino se juega en aquellas palabras que les resultan inaudibles. Impotentes también ante un final
que se les viene encima arbitrariamente, observan la precisión incontrolable
del absurdo que motivos literarios como la carta redescriben en términos de
fuga verbal, de afasia ontológica.
“Guil. ¿Está ahí?
Ros. Sí.
Guil. ¿Qué está haciendo?
Ros echa un vistazo por encima de su hombro.
Ros. Hablando.
Guil. ¿Consigo mismo?
Ros. Sí.
Pausa. Ros se prepara para salir.
Ros. Dijo que podemos irnos. Lo juro.
Guil. Quiero saber dónde estoy. Aunque no sepa dónde estoy, quiero saber eso. Si nos vamos, no lo sabremos.
Ros. ¿Saber qué?
Guil. Si volveremos.
Ros. No queremos volver.
Guil. Muy bien podría ser, pero ¿queremos ir?
Ros. Seremos libres.
Guil. No lo sé. Es el mismo cielo.
Ros. Hemos llegado lejos.
Se mueve hacia la salida. Guil lo sigue.
Y además, nada podría ocurrir todavía.
Salen.
Telón.”
Nada valiosos, los pensamientos sangrientos de Hamlet
suceden mágicos todavía en la escena de la vida -y de la muerte- de Rosencrantz y Guildenstern. Representan el poder
dramático de la palabra ausente.
Supongo que ya sabes que el mismo Stoppard dirigió la versión cinematográfica de su obra teatral.
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