“Manners maketh man” fue la divisa del escudo de armas del
obispo de Winchester William of Wykeham (1320-1404). Un sacerdote inglés me
repetía estas palabras con acento nostálgico. El Imperio se había desvanecido y
ni siquiera la deportividad –esa versión secularizada de los modales medievales-
podía ya contener la ferocidad británica que tan bien conocemos quienes hemos
vivido en las gloriosas Islas.
“Las maneras hacen al hombre”: la buena educación, la
cordialidad, la atención hacia nuestros semejantes nos hacen humanos.
Dedicarnos a su cultivo rindiéndoles culto material e intelectualmente nos
distingue con la práctica de una quinta virtud cardinal, antaño inglesa: ser
decentes nos conviene. La cultura decanta sus frutos más exigentes. Freud lo
diría de otra manera, indiscretamente, a lo germánico.
Apoyo la tesis de que la ruptura de Inglaterra con Roma en
el siglo XVI, no obstante la paz y la estabilidad proporcionada por la dinastía
Tudor, infligió a su conciencia nacional tal herida que sólo la guerra civil y la dictadura de Cromwell fueron capaces de cauterizar en vivo,
a costa de una irreparable cicatriz. Tan ariscamente independiente y tan amante
de sus tradiciones, Inglaterra nace a la modernidad desangrándose de su pasado
medieval.
Casi psicoanalíticamente, los proyectos teológicos
anglocatólicos más relevantes desde el siglo XIX hasta la actualidad, de los
tractarianos a Radical Orthodoxy, pasando
por la peculiar estética teológico-política de T. S. Eliot, han expuesto
simbólicamente la añoranza de recobrar aquella unidad en la diferencia –no
exactamente in varietate- previa a la
Reforma. En ellos se ha querido resolver el conflicto entre la indiscutible
lealtad a las libertades propias (en cierto sentido, para los ingleses ser
contrarrevolucionario es un pleonasmo) con la indiscutida catolicidad que
debería fundamentar el cristianismo.
Para un sincero anglicano, “the way to Rome” nunca ha sido
ni mucho menos el retorno del hijo pródigo. Si san Gregorio Magno había enviado
en el siglo VI a san Agustín de Canterbury y otros monjes romanos a evangelizar
Inglaterra, un par de siglos después los monjes irlandeses e ingleses, como San Columbano o Alcuino de York, contribuyeron decisivamente al renacimiento carolingio. Las conversiones al catolicismo han sido, pues, un punto de llegada
tan natural como insospechado y, por consiguiente, no tan frecuente como los
católicos latinos siempre hemos deseado. Un inglés, en el fondo, no se convierte;
se reencuentra.
En su época tractariana Newman consideró Trento una desgracia
dogmática. Describió honesta y espléndidamente aquel estado de ánimo que ya no
era el suyo en Apologia pro vita sua
(1863): “La Edad Media perteneció a la Iglesia anglicana, y mucho más la Edad
Media de Inglaterra. La Iglesia del siglo XII era la del siglo XIX. El Dr.
Howley ocupaba la sede de Santo Tomás Mártir y Oxford era una universidad
medieval. Debíamos ser indulgentes con todo lo que Roma enseñaba ahora y con lo
que enseñaba entonces, manteniendo nuestra protesta”.
Ciento cincuenta años
después, la “ortodoxia radical” de Catherine Pickstock volvía de nuevo al centro
nuclear de la fe cristiana: la liturgia alcanza su cumbre en la celebración
eucarística. En Más allá de la escritura
(La consumación litúrgica de la filosofía) (1998) Pickstock lamentaba la reforma posconciliar por no haber sabido resistir la tentación modernista que no es sino una manera clerical de rendirse ilustradamente. ¿Abogaba por una vuelta a San Pío V? Al
contrario, era preciso ir más allá, a la sutil y aparentemente confusa pureza
del Misal Romano Medieval que la Contrarreforma (¿un pleonasmo también?) y el
Barroco también habrían mancillado.
Frente al liberalismo el Movimiento de Oxford sostuvo la
independencia de la Iglesia. La renovación profunda del culto divino estaba unida
a la comprensión recta de la doctrina. Por ello, Newman había comenzado
estudiando a los Padres de la Iglesia en lucha con los arrianos. Frente al
nihilismo posmoderno Radical Ortodoxy ha sostenido la liberación semiótica
de la comunidad litúrgica. La resistencia a la deriva necrófila de
significantes ha pasado por el intento de reconstruir la síntesis tomista de una
verdad helénica suplementada cristianamente, oponiendo a la ausencia derrideana
la celebración excesiva, ya prevista por san Agustín, del eros platónico. ¿Involucionismo, conservadurismo? Not at all. La cultura inglesa siempre ha procurado (con y sin éxito) transformar las aporías en tersas paradojas.
Por ejemplo, Pickstock no ha dudado en declararse a favor del sacerdocio femenino y del socialismo cristiano, al mismo tiempo que ha reivindicado, a partir de la doctrina de santo Tomás, la transustanciación como condición de posibilidad para cualquier significado. Más que anti(pos)moderna, la suya es una rememoración posmedieval, tan ecléctica como para contrapuntear la Nouvelle Théologie de Henri de Lubac con la que su maestro John Milbank o el arzobispo Rowan Williams han desarrollado en la tradición de la Comunión Anglicana. Tan monástico como soy (¿tan paradójicamente continental?), echo en falta (reformada) alusiones a la cultura litúrgica de los monasterios.
Por ejemplo, Pickstock no ha dudado en declararse a favor del sacerdocio femenino y del socialismo cristiano, al mismo tiempo que ha reivindicado, a partir de la doctrina de santo Tomás, la transustanciación como condición de posibilidad para cualquier significado. Más que anti(pos)moderna, la suya es una rememoración posmedieval, tan ecléctica como para contrapuntear la Nouvelle Théologie de Henri de Lubac con la que su maestro John Milbank o el arzobispo Rowan Williams han desarrollado en la tradición de la Comunión Anglicana. Tan monástico como soy (¿tan paradójicamente continental?), echo en falta (reformada) alusiones a la cultura litúrgica de los monasterios.
“El signo teológico incluye y repite el misterio que recibe y el misterio al que se ofrece, y revela la naturaleza de ese misterio divino como don, relacionalidad y perpetuidad. Este signo no es un producto final que se detiene en su propia significación, sino que su significado es un sacrificio redentor que se ofrece con la esperanza de que se produzcan ofrendas ulteriores; un signo que se ofrece al don y como don de repetición. Este signo disemina la tradición en la que ha nacido, ya que está configurado como una historia, como un ritual, como una liturgia, como una narrativa, como un deseo y como una comunidad. Tal riqueza de significación denota el signo que es también una persona, un pueblo y un cuerpo dispersado a través del tiempo como don, como paz y como la posibilidad de un futuro”.
Siempre me ha parecido que santo Tomás, más acá o más allá de la Summa Theologiae, brilla con más oculta intensidad en sus himnos eucarísticos. “Oro fiat illud quod tam sitio; / Ut te revelata facie cernens, / Visu sim beatus tuae gloriae”. Recuperando la significatividad oral y escrita de los gestos litúrgicos, Pickstone también nos muestra a los hombres y las mujeres del siglo XXI que todavía “manners maketh man”.
"Manners maketh man" Fantástica entrada en la que descubrimos con evidencia porque hoy ya andamos tan desvalidos...
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