Abadía de Lerins |
¿No es paradójico que un güelfo como Cavalcanti profese de
continuo simpatías monásticas? ¿No es acaso el claustro, feudal y campesino,
septentrional, lo contrario de la pujanza económica y social de las ciudades meridionales?
Las libertades culturales que protegen esas murallas ciudadanas, ¿no han sido
baluarte contra las desigualdades económicas y sociales que siempre amenazan su
cohesión? Aun siendo casi cierto, Cavalcanti insiste en querer ser un monje del
arcén digital.
Acabo de releer un libro maravilloso: El amor a las letras y el deseo de Dios (2ª ed., 1963), del monje
benedictino Jean Leclercq (1911-1993). Mi amigo germanófilo lo incluye en el
género de las “cartografías espirituales”, pues traza un panorama general de la
literatura monástica entre los siglos VIII y XIII. En sus páginas Leclercq
analiza tanto las aportaciones literarias como el significado espiritual del
monaquismo occidental, con una claridad de estilo, de estructura y de
interpretación que ha convertido esta obra en mucho más que un clásico.
Siguiendo su itinerario, se debe reconocer, aun a
regañadientes por sus adversarios, que conceptos como humanismo y renacimiento
jamás se habrían acuñado en Europa si no hubieran sido previamente fundidos en
el yunque de la oración y de la liturgia en los monasterios.
El Renacimiento carolingio, el renacimiento del siglo XII y
hasta el Renacimiento por antonomasia, el del siglo XVI, sólo adquieren su
pleno significado a la luz de la actividad de los monjes, lanzados en cuerpo y
alma no a la búsqueda y a la disputa de verdades, como los escolásticos, ni tampoco
al goce de sus bellezas, sino a la contemplación de Dios que traspasa, y
sobrepasa, las unas y las otras.
El humanismo monástico, que en un arrebato Leclercq llama “humanismo
escatológico”, no puede ser considerado la antesala de la escolástica y, mucho
menos, un estadio reactivo del humanismo secular. Erasmo, canónigo regular, no
descubrió el Mediterráneo de la piedad interior tan sólo en la devotio moderna, sino que debió
formársele en los labios y en el corazón, ¿a su pesar?, con el recitado divino
del oficio litúrgico, en la lectio
continua de la Sagrada Escritura.
Leclercq insiste en un punto crucial: existe una única
teología cristiana, con diferencias –maravillosas- de matices: la escolástica,
especulativa; literaria, la monástica. Esta última, escondida, olvidada, ha
regado y ha sostenido el deseo humano de una inteligencia vuelta no sólo hacia
las abstracciones sino a la experiencia directa, carnal, de la economía de la
salvación.
Aunque probar la existencia de Dios haya sido una cuestión
decisiva de la ontología, en general los hombres y las mujeres occidentales,
aparte de las selectas clases de iluministas y deístas, no han solido adorar cualquier
versión del actus essendi sino al
Dios hecho hombre en la historia, que enseñó con parábolas y que rezó en la
tradición del Libro del pueblo de Israel.
En su monumental Gloria: una estética teológica, a Hans Urs von Balthasar, de tanto rastrear entre filósofos
y poetas, se le olvidó esta tradición monástica. San Bernardo seguramente le
parecería un esteta sin el rigor intelectual que exige la Academia. Resulta
aterrador cómo von Balthasar sepulta a paladas la obra de los Victorinos, de la Escuela de Chartres…, despachada como una mera transición al edificio tomista que
representa el mundo urbano de las Universidades.
Como un tópico, no suele tenerse ya suficientemente en cuenta que en aquellos monasterios
se había conservado, con todas sus limitaciones, durante cinco siglos la
cultura de Occidente: la literatura latina y las enseñanzas de los Padres de
Oriente y de Occidente. Como una impostura, se impone el relato científico de
la dialéctica y de la lógica. Los monjes, en cambio, siguieron guardando en su
corazón y en sus labios la gramática y la retórica.
Anhelo la sancta
simplicitas que explica Leclercq, que es el arte más difícil de vivir. En
ella se puede releer la fragmentada unidad de nuestra intimidad. Por ella advertimos
cómo sólo la escatología del Bien es capaz de tensar la gramática del ser. Tras
ella la belleza y la verdad se abrazan y se persiguen en puntos de fuga hacia la
santidad inaccesible de Dios que, empero, se manifiesta en las letras de un deseo
insaciable. En su lectura atenta, humilde, se vislumbra el Logos eterno.
Enfurecido con la Escolástica, que desemboca en el
voluntarismo escotista, el protestante Nietzsche maldecía el lenguaje como garante de la
continuidad del ser: “Mucho me temo que no conseguiremos librarnos de Dios
mientras sigamos creyendo en la gramática…”. Los monjes, librándose de la
gramática, siguen creyendo en Dios, bendiciendo en cada una de sus trampas la
posibilidad de dar el salto hasta el Creador.
“La fe y la literatura, lejos de saciar al cristiano, estimulan su sed de Dios, su deseo escatológico. La función de la gramática consiste en crear en él una exigencia de belleza integral; la de la escatología, indicar la dirección en que hay que mirar para que quede satisfecha. Es un libro que el dedo de Dios escribe en el corazón de cada monje; ningún otro lo suplirá. Unir a una cultura pacientemente adquirida una simplicidad conquistada a fuerza de fervoroso amor, conservar un alma simplificada entre los variados recursos de la vida intelectual, y para ello situarse y mantenerse al nivel de la conciencia, elevar hasta ella la ciencia y no dejarla decaer, he ahí lo que hace el monje culto; es un sabio, un letrado, pero no es un hombre de ciencia, un hombre de letras, un intelectual, sino un espiritual”.
Lejos de tal ideal, aunque por güelfo, aspiro a ese silencio
de acordes celestes. La ficción de mis críticas expresa la sinceridad de mi
deseo. ¿Por qué, si no, me consuela saber que “la retórica se ha convertido en
parte de sí mismos, y pueden, sin desdoblarse, manteniéndose plena y únicamente
monjes, hacer de ella la expresión de su sinceridad”?
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