Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
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martes, 3 de septiembre de 2013

Gaudete: Ted Hughes en el infierno.



Detalle de El Jardín de las Delicias (XV-XVI),
Jerónimo Bosco

De Ted Hughes (1930-1998) suele decirse que es un gran poeta, como si fuera una especie de atenuante del presunto delito de haber empujado supuestamente al suicidio a la poeta norteamericana Sylvia Plath (1932-1963), su primera esposa. Que su segunda compañera, por quien abandonó a Plath, también se suicidase unos pocos años después, vino a corroborar para muchas feministas que Hughes era un monstruoso maltratador de mujeres.

Como la violencia que refulgía en su producción poética, todo en Hughes servía para confirmar el anatema lanzado contra él, hasta acusarle de haber manipulado poco menos que por odio y envidia la edición de Ariel (1966), libro póstumo de Plath. La tumba de ésta fue incluso profanada por quienes querían arrancar el apellido Hughes de la lápida. Cualquier manifestación pública, cualquier gesto privado, cualquier poema de Hughes, incluso uno póstumo, no incluido en Birthday Letters (1997), libro que poetiza su historia matrimonial, han sido diseccionados como si fuesen pruebas de un juicio inacabable.

Ted Hughes, el último poeta laureado, fue linchado a lo largo de treinta y cinco años. Con más o menos intensidad, pero sin sentirse agotad@s ni un instante, inquisidor@s travestid@s de sans culottes contraculturales lo persiguieron con una soga aullando que había que hacer justicia (poética) a Plath.

Sospecho que, entre otros motivos, aquella jauría rabiosa no podía soportar la idea, tan vulgar como conmovedora, de que Plath se hubiese quitado la vida también por amor. La americana Plath amaba al inglés Hughes, y Hughes, desesperado y atormentado por otra culpa, se encargó de impedir que, en nombre de una impúdica y falsa verdad, profanasen más allá de lo que estaba en su mano lo más íntimo de su esposa, de lo que él, para su bien y su mal, también formaba parte: su escritura.

Hughes, ¿inocente? Como en una tragedia shakespereana, culpable hasta el tuétanο puritano. Una culpa moral y ontológica, terriblemente íntima. En su poesía busca una y otra vez el secreto de su defensa cuyo veredicto es más implacable que el de sus perseguidores. Al lado suyo, en esta península desventurada, nuestros Panero, con su desencanto a cuestas, parecen tres niñatos con un complejo de Edipo mal resuelto.

Releyendo en la traducción española de Juan Elías Tovar (Barcelona, 2010) el largo poema narrativo Gaudete (1977), que leí en Inglaterra insomne y casi alucinado hace más de diez años en la edición de Faber & Faber, compruebo de nuevo que Hughes, más que experimentar con el lenguaje, “se” experimenta en él. Hughes es un Ovidio demoníaco: los dáimones clásicos se truecan en los poderes de un folclore pagano que ha sido herido, sin remisión, por el Dios cristiano y con el que se entabla una lucha apocalíptica. La apostasía no tiene la energía suficiente para restaurar el orden primitivo de las fuerzas cósmicas.

El argumento es escalofriante, tal como el poeta lo expone en el pórtico del libro. El reverendo anglicano Lumb es abducido a otro mundo por espíritus elementales que ponen en su lugar un duplicado. El nuevo Lumb tiene por misión restaurar en su comunidad rural el cristianismo, engendrando en cada una de las mujeres del pueblo un nuevo mesías. Por razones indescifrables, los espíritus deciden cancelar la misión del impostor. Los maridos se percatan, pues, de qué ha estado pasando con sus esposas. El libro nos relata el último día de este apócrifo Lumb. El Lumb original reaparecerá en la costa de Irlanda en el epílogo, entregando a unas muchachas un cuaderno de poemas herméticos, por no decir crípticos, que entregan al sacerdote católico del lugar, el cual lo copia como apéndice final.

En su conjunto, Gaudete es una reflexión sobre la creación y la destrucción. Es también una crítica de la violencia originaria de la civilización occidental –Tom Conoboys dixit-, pero va mucho más allá de una reflexión ilustrada, por más salvaje que ésta sea. El interés de Hughes, tan británico, tan a lo Frazer, por el psicoanálisis jungiano y por la tradición barda de las islas apunta al corazón mítico del nihilismo.

Las dos citas iniciales, de Heráclito y del Parzival de von Eschenbach, son decisivas. Dioniso y Hades son uno y el mismo. No son la pareja Eros y Thanatos freudiana. Al contrario, el desenfreno dionisíaco es el culto de Hades. El misterio infernal acontece en su frenesí. Gaudete –“alegraos”− es el nombre grabado en la lápida del cementerio trasero de la rectoría donde el sátiro Lumb se rodea de sus bacantes. Buscando el Grial, este Parsifal lucha consigo mismo a muerte para obtener el secreto que le lleve hasta la Copa: que su “sí mismo” es su medio hermano moro Feirefiz, su medio reflejo Lumb.

Me parece defendible que la historia del pastor relata un viaje lisérgico. Tanto en el prólogo como en el epílogo, como por detalles esparcidos a lo largo de los poemas centrales –el macabro ritual final de Lumb con las mujeres se celebra bajo los efectos de la ingestión de hongos-, se nos dan claves para comprender las entradas y salidas a realidades paralelas por las que circulan, coinciden y se separan los dos Lumb. A punto de ser crucificado, el reverendo Lumb, tras perder el conocimiento, observa desde fuera un doble que no es ya sino él mismo expropiado en una imagen. Flotando al final sobre el lago, el impostor abre el camino a que el reverendo pueda reaparecer en una ensenada irlandesa, repitiendo elementos simbólicos que habían aparecido anteriormente en una secuencia onírico-real junto a un lago. Cuál de ellas es la auténtica realidad es una pregunta literalmente retórica.

Se ha destacado el carácter cinematográfico, visual, de la narración de Hughes, de un onirismo que podría rastrearse posteriormente en David Lynch. Su movilidad está acentuada por la sensación de ubicuidad infernal de Lumb, capaz de poseer casi simultáneamente a lo largo de una mañana a las mujeres de Hagen, Estridge, Dunworth, Evans, Holroyd, Garten, Walsall, a su ama de llaves Maud o a la jovencita Felicity… Casi todas están embarazadas de él. Las fotos que Garten enseña a los maridos, en su instantaneidad congelada, desata por la tarde la cacería del depredador Lumb. No es la represión sexual cristiana de aquellas mujeres aburridas y provincianas la que desencadena una orgía de sangre, sino el brutal incendio que en el inconsciente colectivo genera la combustión pagana del cristianismo. Uno y otro mundo se generan en el orden polémico del caos que el texto intenta rehacer con su cruce de verso y prosa, narración y lirismo, simbolismo y figuración realista.

La lectura, hasta en su riqueza lingüística, es angustiosa. La escena de la persecución final, aterradora. La maldad diabólica del impostor Lumb es asfixiante por su ambigüedad. Ha interpretado “la tarea de suministrar el Evangelio del amor a su propio manera de leño”, pero “empieza a sentir nostalgia por la vida común, independiente, libre de su peculiar destino”. Advertimos que está a punto de fugarse con la jovencita Felicity, o, si hace falta, sin ella, porque su crueldad e inmoralidad son de una terrible naturalidad, pero “en ese momento, los espíritus que lo crearon deciden cancelarlo”. Al final, casi puede oírse su respiración de ciervo-cristo satánico huyendo herido por el bosque, por las zarzas, por los taludes, por el lago, mientras por la mirilla de un rifle su cráneo está a punto de ser destrozado.

En todos estos poemas hay seducción, ninguna compasión; inteligencia, ningún afecto; emoción, ningún consuelo. Este y el otro mundo son, sí, uno y el mismo: locura, deseo, muerte. Y una culpa abolida.

“Así, los tres yacen boca arriba, tocándose las manos, en la angosta mesa,
encima de la pira.
Los ojos de Lumb están cerrados, pero los de las mujeres bien abiertos.
Los hombres preparan todo esto en profundo silencio, hipnotizados por la profunda satisfacción de ello. ]
Evans trae un bidón de gasolina.
Holroyd unge la pila, baña los tres cuerpos.
  
Rompen las ventanas como respiraderos.
Holroyd salpica una mecha de gasolina por la escalera y hasta el atrio,
luego le arroja una cerilla.

Toda la evidencia se enciende.”


Ted Hughes, sin duda, infernal. Culpable de su voracidad poética.


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