Si cabe, las notas que siguen toman pie en circunstancias autobi(bli)ográficas
todavía más circunstanciales que otras de este mismo blog. Hace un par de meses
mencionaba de pasada el nombre de Thomas Merton (1915-1968) a propósito de la última novela de Álvaro Pombo. Por
esas casualidades que en inglés se denominan “serendipity”, en una excursión
improvisada hace unos días me he topado con la casa donde nació en Prades el
conocido monje trapense. Me ha parecido, pues, el momento de desempolvar sus tres últimos volúmenes de diarios (San Francisco, 1997-1998) que
correspondían a los últimos años de vida de su autor (1960-1967) y que compré
en Inglaterra cuando vivía en un régimen de estudio semimonacal.
Casa natal de Thomas Merton, en Prades (Francia) |
El itinerario de Merton es complejo, lleno de claroscuros,
de luminosos hallazgos y de tentaciones borrosas. En sentido recto, Merton no
es original, tal como sospecho que era su intención. Su apuesta actualizaba en un
mundo incipientemente posmoderno el modelo medieval de escritura espiritual.
Bajo el fondo de los Padres del Desierto, Merton procuraba
re-producir la fuerza torrencial de una espiritualidad que se desbocaba desde Jean de Fécamp en el siglo XI hasta los Cartujanos del siglo XV. La capacidad de autoanálisis y de observación de sus Diarios –a mi juicio, lo más valioso
literariamente de toda su producción- surgía de una libre, y no por ello menos
angustiada, confrontación con san Agustín. A diferencia de la modernidad de Rousseau,
Nietzsche o Proust, Merton podría sentirse contemporáneo, en el seno de la diferencia temporal, del obispo de
Hipona. Se anacronizaba en sentido
literal. En vez de fundir los horizontes hermenéuticos a la manera gadameriana,
lo hacía al modo de los iconos griegos, invirtiendo la perspectiva.
Thomas Merton y Dalai Lama (1968) |
Merton demostró en el siglo XX que la vocación literaria podía
seguir abrazándose con la vocación religiosa, aunque, por más anacronismos que
se ejecutasen, la abrasada condición del escritor en una época nihilista
acabaría haciendo estallar las contradicciones de una llamada a encontrar a Dios
más allá de toda expectativa. Por la radicalidad de esta tensión que es
propiamente cristiana, la figura de Merton, semiolvidada, conserva,
intacto, su ambivalente atractivo.
En la ermita que, tras muchas luchas con el abad, había
logrado que le permitiesen acondicionar para vivir su vocación monástica en mayor silencio y soledad, Merton comprometió la salvación de
su propia alma. Allí experimentó en grado altísimo, como cualquier ermitaño, una de las tentaciones más
sutiles del demonio del meridiano: el narcisismo espiritual, que primero pone a
prueba la obediencia, después relaja la pobreza y acaba haciendo “creativa” la
castidad. Su historia de amor con M. prueba de nuevo que, como psicoanalista,
el Diablo es el Maestro.
Un domingo gris de septiembre de 1960 Merton recordaba el
aniversario de la muerte del staretz Siluán, monje del Monte Athos. Anota en su
diario las palabras que el Señor dijo a aquel santo ortodoxo: “Mantén tu corazón en el
infierno y no desesperes” y las comenta agradecido inspirándose en
Job 14, 13 según la versión de la Vulgata: “Quis mihi det, ut in inferno protegas
me et abscondas me, donec pertranseat furor tuus?”. Merton escande el versículo
hasta la mitad, preocupado sobre todo por la garantía escatológica de la
gracia (diríase de una manera existencialista):
“En tanto que el infierno supone aparente rechazo y oscuridad, algunos debemos elegirlo, como camino tanto de Job como nuestro hacia la paz. El lejano final de la nada, el abismo de nuestra propia absurdidad, a fin de ser humilde, a fin de ser hallado y salvado por Dios. De alguna manera esto parece estúpido e incluso herético. Pero no - Yo soy uno que es salvado del infierno por Dios.
Más bien eso es mi vocación y mi destino.
Tener las llamas del infierno a mi alrededor como Siluán y esperar que seré salvado. Entonces estoy salvado, pero sin necesidad de insistir en mí mismo. Jesús, Salvador”.
La oración de Jesús lo puede todo. Hasta confiar en que Dios
nos pueda esconder en el infierno hasta que pase su cólera. Esto es mi vocación
y mi destino, más bien.
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