En el tiempo que engullía las diversas
teorías contemporáneas sobre la ficción narrativa, me complacían especialmente
las críticas que le llovían a John Searle por haber sostenido que la actividad
de escribir novelas consistía básicamente en fingir que se hablaba o se
escribía. Según aquel lingüista, no se podía aceptar la
seriedad de las aserciones del novelista y mucho menos las que éste ponía en boca de sus personajes. Un ejemplo pedestre: que
Madame Bovary engañase a su marido debía ser puesto en cuarentena porque, a
efectos legales, ni siquiera el matrimonio que habían contraído tendría fuerza performativa. Todos sus diálogos carecerían del carácter ilocutivo que en una situación real de habla poseen.
Especialmente contundentes eran los argumentos
fenomenológicos de Félix Martínez Bonati contra el punto de vista de Searle: “Es necesario aceptar que lo ficticio
tiene efectividad, aunque sea válido también que el individuo ficticio no es
real. Estas paradojas no son otras que las tradicionalmente conocidas e
implícitas en nuestras nociones de realidad y ficción. Disolverlas es una tarea
ontológica y de análisis lingüístico que exige una teoría de la
representación”. El acto de la ficción no sería, pues, un acto de habla sino un
discurso puramente imaginario que el lector reimagina en su lectura como parte
del objeto creado que es la novela.
En aquella época vi Último tango en París (1972), que no es una novela, pero que, en un sentido analógico,
es una ficción tan terrible como las Memorias del subsuelo de Dostoievski. Es cierto que el miserable funcionario ruso es
una encarnadura únicamente imaginaria y que el viudo Paul, por el contrario, no
existe sin la imagen de Marlon Brando.
Y también que si las lágrimas de la prostituta Liza brutalmente humillada se disuelven en un reguero
de palabras, las de la joven Jeanne, sodomizada, han llegado a cruzar las fronteras de la
ficción cinematográfica. Narrativa verbal, narrativa visual, ambas ficticias,
también disuelven la noción de realidad y exigen una teoría moral de la representación.
Me explico. La actriz Maria Schneider (Jeanne en la
película) se sintió asaltada sexualmente en la famosa escena de la mantequilla,
que no estaba en el guión y que habían preparado a sus espaldas Bernardo Bertolucci
(el narrador-director) y Brando (el actor-personaje). Brando la había intentado
calmar asegurándole que se trataba sólo de una ficción. El capullo de
Bertolucci ha reconocido, a posteriori, que se sentía culpable pero que no se
arrepentía, pues había conseguido transmitir realismo y veracidad. Podría
objetarse que no se le ocurrió para dar mayor verosimilitud a la muerte de Paul
que Jeanne le descerrajase una bala de fogueo por la espalda. Quizás no habría
conseguido el portentoso efecto artístico de ver desmoronarse de frente el
rostro de Brando como signo, por no decir contraicono, de una época que, más
que nunca, es el germen de la nuestra.
En su autobiografía Brando, que le retiró la palabra al
director durante años, confesó que “sentí que mi intimidad había sido violada y
no quería volver a sufrir más como entonces”. No es extraño que quedase
destrozado emocionalmente. Si se observan con atención las escenas más
polémicas –que parecían las denuncias más atrevidas de la represión y de la
censura-, lo peor no es lo que se ve sino lo que se dice. La mantequilla puede ser morbosa y brutal cómo atrapa Paul a
la chica. Lo que me resulta casi insoportable es el simultáneo discurso escatológico sobre la familia que
acarrea una violencia ilocutiva escalofriante. De igual modo, puede resultar
escandaloso que Paul le pida Jeanne que lo sodomice con los dedos; lo horroroso
es que sea el efecto perlocutivo de una declaración de amor.
Fernando Romo ha sostenido que la paradoja “disuelve las
identidades recibidas y gastadas, para permitir alumbrar nuevas verdades”.
Apresuradamente podría concluirse que la paradoja del Último tango consiste en ver transfigurada la pornografía en arte. La
paradoja se movería en la colisión entre una moral referencial y
heterónoma y una ética artística autónoma. Reconozco que en ese terreno el
Ángel de la Luz se mueve como pez en el agua, siempre caído, siempre invicto.
En cambio, me llama la atención una paradoja previa:
la del acto (po)ético, que veo
formulada con precisión en la película de Bertolucci. El discurso imaginario es
un acto de habla, tan fingido que efectúa la realidad de sus intérpretes más
allá del objeto creado que los engloba y que los dota de sentido: el tango, baile del amor y de la muerte. O dicho al revés: hablar reimagina los límites de la
inteligibilidad moral y artística. La paradoja poética posmoderna sostendría que hay también verdades nihilistas: no que el nihilismo sea verdad, sino que la verdad alcanza hasta a la ausencia de sentido.
Como Don Quijote, que enloqueció leyendo libros de
caballería y murió al recuperar su identidad de Alonso Quijano, Paul Brando y Jeanne
Schneider asoman a los espectadores a una responsabilidad en caída libre: sólo se
puede comprender la realidad imaginariamente, siendo el precio último la
autodestrucción. Aislados, en presión, lo real imaginario hace estallar sus respectivos límites quebrando las máscaras –las personas-
dramáticas.
Derrotado en la playa de Barcelona o en un ático de París,
el principio de placer se desboca en un suicidio lingüístico y real. Bien lo proclamaba el caballero manchego ante el de la Blanca Luna: “Aprieta,
caballero, la lanza y quítame la vida, pues me has quitado la honra”. Ahora, anónimos, a los amantes parisinos les falta hasta la piedad cervantina.
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