Verano (Rut y Booz), Nicolás Poussin (1660-1664) |
Con un título tan sugerente como El complejo de Telémaco el psicoanalista italiano Massimo Recalcati
(1959) ha escrito un ensayo estupendo sobre la relación entre padres e hijos
tras el ocaso del progenitor. Confieso de entrada que del psicoanálisis me
atrae su capacidad de imaginar terapéuticamente nuestras vidas a través de
mitos y símbolos. Y el de Telémaco es muy efectivo, como posible respuesta en
el siglo XXI a las figuras edípicas y narcisistas del hijo que han
caracterizado el siglo XX, desde Sigmund Freud a Gilles Deleuze y Félix Guattari.
Formado en la escuela lacaniana, pero con una prosa clara y
precisa, no exenta de una emoción intelectual que demuestra el amor por su
práctica profesional, Recalcati se enfrenta a las consecuencias que para la
cultura occidental han supuesto la, para él irreversible, muerte de Dios y del
sujeto, que son paralelas a lo que llama la “evaporación” del padre. No
obstante, mantiene todavía una fe razonada en el poder liberador de la palabra
humana. Es difícil parafrasear sus planteamientos, pues el rigor de su
exposición exigiría prácticamente reproducir literalmente muchos pasajes.
Sobresalen, a mi juicio, dos aspectos: por un lado, su
reinterpretación de la Ley de la Castración freudiana como Ley de la palabra; por
otro, su evidente interés, tan infrecuente en el psicoanálisis, por incorporar
positivamente la tradición de los textos bíblicos. En una clave que une
Kierkegaard con Nietzsche, la repetición a que da pie la herencia no sería un
círculo cerrado sino la posibilidad misma de asumir el lenguaje como el lugar
de la carencia con que el ser humano, investigando nuevos sentidos, reconoce su
dependencia ontológica del Otro. Acto, fe y promesa encuentran en los ejemplos
de Ulises y Abraham no tanto la realización del sacrificio cuanto la confianza ante
la posibilidad de la vida.
En la conclusión Recalcati confiesa sin ambages: “De niño yo
tenía dos héroes: Jesús y Telémaco”. Tanto el uno como el otro llegan a
sentirse abandonados por el padre, pero realizan un movimiento de búsqueda que,
al reconocer su deuda simbólica, los convierte en auténticos herederos.
Telémaco necesita del padre para salir de “la noche de los pretendientes” que
acosan y amenazan su herencia como una metáfora de la trampa capitalista que ha
convertido a finales del siglo XX la realización del deseo en un goce
compulsivo, mortífero, cerrado a un proceso de auténtica humanización. En la
misma línea resultan de gran interés la lectura que Recalcati propone sobre la parábola de los viñadores
homicidas y la recomendación de Jesús a quienes quieren seguirlo de que dejen a
los muertos que entierren a sus muertos.
Como he dicho, nuestro autor considera eclipsada definitivamente
la figura autoritaria paterna con la muerte de Dios. Pero intenta zafarse del
riesgo vivido en primera persona por su generación de entregarse a un modelo
narcisista que, negando toda Ley, hace del Deseo una esclavitud que rompe la
posibilidad de que cualquier experiencia del tiempo se convierta en relato. ¿Quién puede negar que hoy en día en el testimonio paterno la ejemplaridad es siempre
titubeante, incierta?: “El padre no es el titular de la Ley, no sabe cuál es el
sentido último del mundo, qué es, en última instancia, justo e injusto, pero
sabe cómo mostrar a través del testimonio plasmado en su existencia que es
posible –nunca deja de ser posible todavía – dar un sentido a este mundo, dar un sentido a lo justo y a lo injusto”. La pregunta, sin embargo, queda en el aire: ¿no tiene ya sentido interrogarse sobre qué es lo justo y qué lo injusto que determinan las posibilidades de sentido? Me niego a dejar la respuesta en manos de los expertos en ética aplicada.
Telémaco espera la vuelta del padre para que
pueda haber un sentido humano en la Ley, un sentido que debe recomponer en la propia casa y
en la ciudad el orden simbólico roto por la generación de hijos que han negado
todo proceso de filiación, entregándose desenfrenadamente al espejismo
narcisista de la autogeneración. Telémaco, pues, se alimenta del Nombre y
Ulises podrá llegar a definirse en Nombre de su Hijo, el heredero, el huérfano.
Ser padre no es, pues, engendrar un hijo, sino además adoptarlo, es decir, estar atento a que su grito en la noche sea una
palabra que exige respuesta, que le permita sostener su deseo de sentido garantizado por la transmisión de la Ley.
“Abraham y Ulises tienen en común el amor por su hijo. Es este amor a fondo perdido lo que impulsa su decisión. La de Ulises, perder su inmortalidad para volver a casa con el fin de reconocer a Telémaco y recuperar el rostro y el cuerpo de Penélope, con el fin de rehabilitar la Ley de la palabra. Ulises señala la senda del padre que, a fondo perdido, escoge, por amor al hijo y a la propia esposa, obedecer a la Ley de su propio deseo, que es una ley más allá de todo sacrificio. Su renuncia no está al servicio del dominio y de la apropiación, sino al del deseo y su transmisión simbólica”.
Me queda un interrogante: ¿En qué padre se convertirá
Telémaco, cuando Ulises deba reemprender el viaje final? En esta época del padre
eclipsado y del logos agonizante, ¿podría emerger hoy como esposa la figura de la bíblica Rut, la viuda forastera? Inclinada al trabajo y a la desapropiación, ¿dará testimonio de nuevo de
la esperanza entre los claroscuros de la herencia que queda de «la noche aún pretendiente»?
Hoy he oído y leído el evangelio del día con esta entrada de fondo. Me he fijado en que el "título" del Evangelio de san Mateo es: βίβλος γενέσεως El libro del nacimiento de Cristo. Y luego, la genealogía, que acaba en José y a continuación hablar de la Anunciación, para mostrar la paternidad de Dios.
ResponderEliminarSuerte con la conferencia, por cierto.