Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 14 de mayo de 2019

La transpolítica de Nicolás Maquiavelo.



The Spiritual Form of Pitt guiding Behemoth,
William Blake (1805)

En la entrada anterior proponía leer los recientes apuntes de Benedicto XVI a la luz del opúsculo De consideratione de San Bernardo. En esta ocasión me gustaría enfocar el fondo de las aparentes contradicciones y/o ambigüedades del Papa Francisco tanto en cuestiones dogmáticas como en sus apuestas políticas bajo la guía de El príncipe de Nicolás Maquiavelo.



De una lectura paralela de sendas obras pueden extraerse profundas lecciones sobre las dificultades que la Iglesia está enfrentando para encajar en el llamado Nuevo Orden Mundial la fuente de su legitimidad histórica: el equilibrio siempre precario entre la auctoritas y la potestas, sobre la que funda el uso de la doble espada, la de Dios y la del César. En esta fase crepuscular de su historia el ejercicio perdido de la potestas, especialmente agravado por la descomposición moral y espiritual de las estructuras jerárquicas, está corroyendo el aura de una auctoritas que, más que desvanecerse, está siendo aventada en sus cenizas.

El gobierno del Papa Francisco debe interpretarse también en su vertiente escatológica hoy más que nunca. Teología y política rozan las capas tectónicas de una institución milenaria que ha resistido doscientos años, como última imagen del Ancien Régime, los embates de la Revolución.

El filósofo italiano Augusto del Noce sostuvo a principios de los 70 que el psicoanálisis y el surrealismo habrían sido los instrumentos más decisivos para la articulación de los objetivos de esta neopraxis revolucionaria, no sólo política sino sobre todo moral y estética. El despliegue de la Revolución habría comprendido que no bastaba con la transformación económica y social que el marxismo había propugnado durante un siglo y medio. Era también preciso alcanzar y subvertir los orígenes y el fin de la vida humana misma. Sólo de este modo podría culminarse, como las manifestaciones transpolíticas del modelo triunfante de la modernidad, su proceso de ateísmo y secularización.

Aborto, eutanasia, nuevos modelos de reproducción y de experimentación genética, sostenidos a su vez sobre una reorganización legislativa y moral del núcleo familiar, han sido tácticas imprescindibles de esa estrategia revolucionaria global y totalizadora. Dirigidas contra el Cristianismo, concebido como el auténtico adversario histórico que se desea extirpar o mejor disolver, se busca reinstaurar un Imperio que, bajo apariencias dionisiacas, imponga la ley implacable del Hades. La Eucaristía y el Sacerdocio son las dos vigas maestras que la guerra cultural (trans)moderna se ha propuesto abatir definitivamente.

Frente a una racionalidad fundada sobre los conceptos de revolución y nihilismo, Augusto del Noce advertía que “el problema central al que la crítica de la idea de la modernidad nos lleva es a la profundización de la apuesta pascaliana”. La pureza extrema que exige una vida que se arriesga a no ganar nada aquí para no perderlo todo allí resulta a estas alturas intolerable. Provoca una ansiedad en sociedades desorientadas dispuestas a consumir las promesas de que se estará a punto de perderlo todo allí sólo si no se gana todo aquí.

Al margen de cualquier connotación peyorativa, a la desnudez claravalense de Benedicto XVI Francisco opone un maquiavelismo con el que pretende conjurar el horror al vacío posmoderno. Francisco ha creído entender que la fuerza de los estados se basa en la flexibilidad de las leyes y las armas que las sostienen. Sabe que no basta la virtú para triunfar sobre la cambiante fortuna. Aunque pueda parecer incómodamente paradójico, rige en su planteamiento una lógica implacable y tradicional.

Parece como si se nos dijese que si queremos que siga siendo Papa deberemos asumir que siga ejerciendo, según este mundo, la potestad de Príncipe (de los Apóstoles). Los pactos secretos con China han tensado hasta el extremo la confirmación de Jesús a Pedro de que, por tres veces, apaciente su rebaño. Según el consejo de Maquiavelo, todo príncipe “tiene que contar con un ánimo dispuesto a moverse según los vientos de la fortuna y la variación de las cosas se lo exijan, y, como ya dije antes, no alejarse del bien, si es posible, pero sabiendo entrar en el mal si es necesario”.

A pesar de sus inherentes reparos morales, mi stilnovismo claravalense no desiste de querer entender este maquiavelismo barroco. Francisco practica con virtuosismo insuperable, a la que suele acompañar una soberbia ingenuidad, esa astucia jesuítica que suele tacharse equivocadamente de hipocresía. Su nuevo modelo de liderazgo religioso esconde la confianza de que su “creatividad” de la tradición le permitirá mantener en el Orden Global el ejercicio de la Segunda Espada. Tanto da que la realidad le vaya desmontando a trechos sus esperanzas, pues, en su diagnóstico de la crisis espiritual occidental, es consciente de que “el príncipe que tiene más miedo al pueblo que a los forasteros debe construir fortalezas: en cambio, el que tiene más miedo a los forasteros que al propio pueblo debe prescindir de ellas”. Pero el resultado no ha sido del todo el esperado: se ha hecho estimar de los grandes, pero a costa de la desafección de una parte sustancial de su pueblo.

Convencido de que la Autoridad de la Iglesia sólo puede encontrar refugio ya en Patmos, sospecho que el error político fundamental del ejercicio actual de este posmaquiavelismo reside en la confianza desmesurada que se le ha concedido al favor de la fortuna para que pueda ser modelada de acuerdo con la virtú propia. Como preso de una hybris fáustica, ha alentado esperanzas que contradice mientras acomete contra certezas que no pretende dejar de confirmar.

De eso depende también la variedad de los resultados porque, si uno se comporta con cautela y paciencia y los tiempos y las cosas van de manera que su forma de gobernar sea buena, tiene éxito; pero si los tiempos y las cosas cambian, se arruina porque no cambia su manera de proceder; no existe el hombre tan prudente que sepa adaptarse a esta norma, ya sea porque no pueda desviarse de aquello a lo que le inclina su propia naturaleza, ya sea porque, habiendo triunfado avanzando siempre por un mismo camino, no puede ahora persuadirse a sí mismo de la conveniencia de alejarse de él. […] Concluyo, pues, que, al cambiar la fortuna y aferrándose obstinadamente los hombres a su modo de actuar, tienen éxito mientras ambos coinciden y, cuando no, fracasan”. 
(Nicolás Maquiavelo, El príncipe).


Virtud y fortuna: dos monedas bajo la cruz de una cara sola.

1 comentario:

  1. Sería muy interesante poner todo esto en relación con Juego de Tronos.
    (Es broma, sería estúpido y por tanto se hará)
    Jlc

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