Tras un “hombre de acción” como Juan Pablo II, Benedicto XVI encarna el modelo de hombre de reflexión. No es un contemplativo, sino un intelectual. En el fondo, como teólogo, es un explorador de la fe. Y, claro, dice lo que piensa; por ello, ha levantado polémicas como la derivada de su Discurso de Ratisbona (2006) o de sus opiniones en el libro de conversaciones con el periodista alemán Peter Seewald titulado Luz del mundo (2010).
Le han llamado de todo. La etiqueta más conocida es la de
inquisidor. Pero, de serlo, es un
inquisidor muy raro: actúa tras escuchar y dialogar. Si no fuese por la tirria
que le tienen los sectores más progres, con todo el escándalo del Vatileaks le
presentarían como un Papa asediado por los oscuros manejos de monseñores de
sonrisa meliflua y de mirada aguileña acostumbrados a los más turbios manejos (pulse aquí).
Hasta Paoletto, el empleado traidor, reúne las condiciones mentales y morales
de un eclesiástico deforme de Víctor Hugo o de un rapaz envejecido de Valle
Inclán.
Pero no. Han corridos ríos de tinta sobre la incompetencia
del cardenal Bertone, Secretario de Estado; sobre los resentimientos de Vigatò,
antiguo gobernador del Estado del vaticano; sobre las finanzas del IOR, la
banca vaticana; sobre… Pero sobre el papel de Benedicto XVI se pasa más bien de
puntillas. A mí me da la impresión que ese silencio significa que, como todo
buen hombre de gobierno, sabe que mandar consiste en que te obedezcan, con o
sin gusto, pero sin levantar la voz.
Por nuestros lares, algun@s han querido minusvalorar la
talla intelectual de Benedicto XVI comparándolo con Hans Küng, que había sido
colega suyo en los fabulous 60. Pero
a Küng siempre le han gustado demasiado los porsches y la vida exquisita, lo
que contradice la estética arrastrada de las comunidades de base. Tan
necesitado de la aclamación de sus corifeos y de sus corifeas, Küng, ocupado siempre
en releerse, no habrá tenido además seguramente mucho tiempo para hojear las
homilías de Pagola y los tratados de Torres Queiruga, teólogos locales del bombo mutuo (pulse aquí). Quien
podría haber sido el mirlo blanco, o rosso,
el cardenal Martini, lo han redescubierto tarde, anciano y enfermo, y, sólo
después de su recientísima muerte, lo han querido volver a sacar en procesión.
A mí, que soy libresco, no me encontrarán en los actos
multitudinarios. Tampoco en los de Benedicto XVI. Pero me gusta releer con frecuencia las páginas de la Introducción al cristianismo. Y le
agradezco su Jesús de Nazaret. Como
él decía, no era un acto magisterial sino su personal búsqueda del “rostro del
Señor”. Su aventura de librarnos de la prisión de una exclusivista hermenéutica
histórica (el Jesús de la historia
que sirve para los congresos teológicos nuestros de cada año) para abrirnos a
una hermenéutica de la fe es un regalo para los católicos.
Reconozco que el Papa actual me robó el corazón con su
encíclica La caridad en la verdad. Su
capítulo primero se titula “El mensaje de la Populorum progressio”. Ratzinger, el azote de los herejes, el látigo
que blandía Wojtyla contra los díscolos, ¿montiniano converso? En absoluto.
Tengo para mí que, al entroncar con la enseñanza de Pablo VI y no con la de su
inmediato predecesor, Benedicto XVI lanzaba un claro mensaje a quienes clamaban contra la continuidad en la reforma de la Iglesia, del lado progresista o del tradicionalista.
Recogiendo el testigo de Pablo VI, el autor de la Dominus Iesus y del Motu Proprio Summorum Pontificorum garantizaba la fidelidad de la Iglesia al
Concilio Vaticano II.
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