De Albino Luciani apenas recuerdo más que su sonrisa. Todo
el mundo hablaba de ella. Una imagen valdrá más que mil palabras, pero
pulveriza toda la riqueza de lo singular. Pablo VI, Hamlet; Juan Pablo II,
Superstar; Benedicto XVI, el Inquisidor. Juan Pablo I, una sonrisa. Una sonrisa
congelada por la fugacidad de su pontificado. Creo que a los católicos de a pie
la noticia de su muerte, apenas un mes después de ser elegido, nos hizo sentir
como huérfanos.
En medio de las tormentas posconciliares, se veía en él un
hombre afable pero determinado que sabría guiar con firmeza el timón de la
Iglesia que no surcaba ya las aguas de Galilea sino que parecía estar en pleno
Atlántico… Necesitábamos un místico como Juan y, a la vez, un misionero como
Pablo. Y allí estaba él transmitiendo serenidad y garantizando la continuidad
del Concilio Vaticano II, obra de otro Juan y de otro Pablo. Su fallecimiento no
podía parecernos más que una nueva prueba de la providencia. Si el Espíritu Santo
había guiado su elección en el Cónclave más breve del siglo XX, ¿cómo podíamos
perderlo tan pronto?
Claro que entonces ya muchos dentro de la Iglesia no sólo
desconfiaban sino que cuestionaban abiertamente la asistencia del Espíritu Santo a un grupo de cardenales, a los que veían movidos por los intereses más
sórdidos. Fuese cual fuese el resultado, se daba por descontada la mala
intención. Por ello, según algunos, nuestro Papa de la sonrisa no podía haber muerto de muerte
natural sino que debía de haber sido envenenado por un complot tramado entre la masonería, la mafia y
algunos cardenales, con la Banca Vaticana de motivo de fondo. Suerte que los
jesuitas se habían vuelto progres, pues, cien años antes, los habrían
involucrado también en el asesinato de un Papa por el que no sentían tampoco demasiadas
simpatías.
Quien conoce la historia de la Iglesia, sabe que está
repleta de crímenes y de abominaciones. Como lo está el Antiguo Testamento.
Cristo no prometió la impecabilidad a Pedro y a sus otros apóstoles.
Simplemente que estaría con ellos y con los que creyesen por su palabra hasta
el fin de los tiempos. Conociendo un poco las miserias humanas, no me extrañaría
que más de uno se alegrase del fin de Juan Pablo I.
Y que algunos hasta se hubiesen propuesto asesinarlo. Lo que
hicieron con Nuestro Señor, ¿logró algo de lo que sus autores se propusieron? Juan Pablo I, con su cálida sonrisa, testimonió que la imagen
de este mundo está llamada a transfigurarse en Cristo.
De sus escasos escritos como Papa, me quedo con dos: la
homilía de la misa de comienzo de su ministerio petrino; y el discurso al clero
romano. La primera comenzaba en latín, pues “hemos
querido iniciar esta homilía en latín, porque —como es bien sabido— es la
lengua oficial de la Iglesia, cuya universalidad y unidad expresa de manera
patente y eficaz” (pulse aquí). En el segundo,
contra la tentación del activismo, Juan Pablo I recordaba a su clero que “comprobar
que su sacerdote está habitualmente unido a Dios es hoy el deseo de muchos
fieles buenos” (pulse aquí). Contra lo que algunos pudieran creer, no corrigió sino que quiso impulsar lo que Juan XXIII y Pablo VI habían ya recordado (pulse aquí).
¿Verdad que sorprende? A mí, como
hijo del posconcilio, me alegra.
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