Mis padres admiraban sin límites a Pablo VI, bajo cuyo pontificado nací. Escandalizados, habían oído en algunos círculos aquello de “¡Montini! ¡Qué gran desgracia para España!”, cuando fue elevado a la Cátedra de S. Pedro. La desgracia de Montini había sido solicitar clemencia ante la condena de muerte a Julián Grimau, dirigente comunista detenido en España en 1963.También su desgracia fue sumarse a las peticiones de clemencia por los últimos condenados a muerte en los estertores del franquismo. Pablo VI había pedido también a Franco que renunciase a la prerrogativa del derecho de presentación de obispos. Sin éxito, una vez más, naturalmente.
Parece como si a Pablo VI no lo quisiese recordar ya nadie. Unos insisten hasta la náusea con Juan XXIII, el Papa bueno, y otros se abrazan fanáticamente a la figura de Juan Pablo II, el Magno. Pero esos amores son tanto más apasionados cuanto más abren un foso de silencio sobre quien fue calificado, malintencionadamente, de Hamlet. Y todo eso cuando Pablo VI fue quien pilotó y culminó el Concilio Vaticano II y, después, tuvo que enfrentarse a la marejada del posconcilio, que no fue sólo una crisis eclesial ("el humo de Satanás"), sino un elemento más de la zozobra occidental en el último tercio del siglo XX. Por ello muchos católicos, callados, le seguimos amando tal como era, adheridos a quien nos sostuvo en la fe durante años muy difíciles.
En el fondo los unos y los otros a Pablo VI no le perdonaron ni la Humanae vitae (1968) ni la reforma litúrgica (1970). Se convirtió así, simultáneamente, en un reaccionario al que desmentía cualquier cura, fraile o religioso con afán de notoriedad, y en un hereje al que se permitían tachar de modernista, cuando no de haber protestantizado la Santa Misa. ¿Qué debía haber hecho? ¿Excomulgar a Monseñor Lefebvre? Lo suspendió a divinis. ¿Disolver la Compañía de Jesús? Intervino entre bambalinas en la mitificada XXXII Congregación General. Podría decirse que, en estos dos asuntos, a Juan Pablo II no le tembló el pulso en seguir el camino que la Autoridad de su predecesor había marcado.
Me parece que Pablo VI fue el primer Papa demócrata de la historia. No un demócrata al que hicieron Papa, sino un Papa con profundas convicciones democráticas. Y esto es muy difícil de digerir, sobre todo cuando, digan ahora lo que digan, la democracia era entonces simplemente una palabra talismán con la que se quería arruinar la odiada democracia formal, burguesa, que aseguraba las libertades individuales. Cuarenta años después, con hábiles estrategias de marketing, parece imposible ser demócrata y rechazar el aborto, la eutanasia, las uniones homosexuales llamadas, por ley, matrimonio o la intervención del Estado en la educación de los hijos. Es evidente que una figura como la de Pablo VI no puede ser apreciada por quienes consideran que ser cristiano es decirle “sí” al mundo, pero tampoco por quienes, al contrario, sostienen que debe decirle “no”. Pablo VI, fiel discípulo de su Maestro, supo decir “sí” y “no”, dando testimonio de la verdad.
Veraneaba, siendo un niño, en Sant Felíu de Guíxols cuando Pablo VI murió en agosto de 1978. No olvidaré jamás la portada de La Vanguardia (pulse aquí) y la tristeza de mis padres. Comentaron: “¡Lo que ha tenido que sufrir este Papa!”. Muchos años después, recién incorporado a un nuevo trabajo, se me cedió un pequeño espacio con mesa y ordenador que estaba repleto de cajas y trastos. Allí estaba arrumbado un retrato de Pablo VI. Lo puse en un lugar preferente de aquel cuchitril. Con él abro también la primera entrada de este blog.
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P. S. 19/10/2014. ¡Beato Pablo VI!
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