El 26 de abril es una fecha especial de mi calendario
emocional. En ella se celebra la memoria de San Isidoro, patrono de filólogos,
geógrafos e historiadores, la cual, durante mis años universitarios, era una
fiesta de primavera antes de los exámenes finales. Adelantándose casi dos
semanas, nació también ese día un hijo mío, mientras mi padre agonizaba a
más de quinientos kilómetros. Al chico y a mi esposa sólo pude abrazarlos con
retraso, con alegría traspasada de dolor; junto a mi padre sólo pude volver
para darle sepultura. Habiéndolo elevado a los altares algunos años después, se celebra el 26 de abril la memoria de san Rafael Arnáiz (1911-1938),
joven trapense que murió diabético y olvidado, ni seglar ni religioso, en la
Trapa de San Isidro de Dueñas (Palencia).
Con ojos de hoy en día su itinerario vital y espiritual resulta
incomprensible. Joven, rico, brillante, con un futuro prometedor, deja todo
para ingresar en la Trapa, donde al poco tiempo se dejan sentir los primeros efectos
de una enfermedad que le conducirá a una temprana muerte. Comienzan para él un ir y venir
de entradas en el monasterio, sintiéndose cada vez más débil y encontrando cada
vez más incomprensiones y dificultades. En tierra de nadie, persevera en una
vocación que lo va purificando y consumiendo como una débil llama que alumbra,
sin embargo, una radical aventura contemplativa.
En sus textos finales se expresa con una libertad que deja
pasmado a sus biógrafos. Con lágrimas en los ojos refiere a su hermano que la
Trapa a la que vuelve para morir es una “sucursal del infierno”. Escribe: “La
Trapa sin Dios…, no es más que una reunión de hombres”; o “Vine engañado al
monasterio”. Cualquier psicólogo posconciliar, el sucesor “científico” de los
directores espirituales, podría analizar profusamente la vocación al sufrimiento
del Hno. Rafael que reconoce que “yo no
me entiendo a veces. Soy absolutamente feliz en la Trapa, porque en ella soy
absolutamente desgraciado”. Cualquier psicoanalista diagnosticará en estos
escritos neurosis.
Y, sin embargo, el Hno. Rafael, como han destacado sus estudiosos, es un modelo de fe que posee
el secreto de la Cruz de Cristo, que nadie quiere por sí, pero a través de la
que se descubre la esperanza cierta de una gloria incomprensible a la sabiduría
del mundo: “Dios está en el corazón del hombre… yo lo sé. Pero mirad, Dios vive
en el corazón del hombre, cuando este corazón vive desprendido de todo lo que
no es Él”. En su última Cuaresma, a través de las notas tituladas Dios y mi alma, profundiza para superar, desde dentro, el movimiento de la paradoja, del adynaton: todo-nada, ver-no ver,
felicidad-infelicidad, salud-enfermedad…
El Hno. Rafael acompaña al Calvario a Cristo solo. Aprende
que su gloria se manifiesta cuando está completamente despojado de sí. Cristo
sella su evangelio con el costado traspasado, brotando sangre y agua al
instante. El Hno. Rafael, testigo de su Corazón, escondido en él, comprendió
que, compartiendo su muerte, lo ganó todo perdiéndose a sí. Como dice, “la
locura de Cristo… no se comprende, es natural, y hay que ocultarla…, ocultarla
dentro, muy dentro; que sólo Él la vea, y que nadie, y si fuera posible ni aun
uno mismo, se enterara de que se está dominado por ella…”. ¡Qué paz, si todos
aquellos que nos quieren convencer de que están inflamados de amor divino,
simplemente se conformasen con hacer crepitar el fuego de Cristo en sus vidas!
“Sólo Dios… Cuánto cuesta llegar a comprender y a vivir esas palabras, pero una vez, aunque sólo sea un instante; una vez que el alma se ha percatado de que es de Dios, posesión de Dios; de que Jesús vive en ella, a pesar de sus miserias y flaquezas… Una vez abiertos los ojos a la luz de la fe y de la esperanza. Una vez comprendida la razón de vivir y que vivir es para Dios y sólo para Él, nada hay en el mundo capaz de turbar el alma, y aun la ansiosa espera del que no poseyendo nada lo espera todo, se hace serena. Una paz inmensa llena el corazón del que sólo es para Dios, y paz sólo la posee el que sólo a Dios desea…”
La caridad, como dijo Bernanos, es amarse uno a sí mismo
como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo. Empeñados en ser de los más o de los menos, ¿a cuántos no gustaría tener la humildad para ser ese cualquiera que ni tan
siquiera tiene nombre?
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