Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
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martes, 18 de diciembre de 2012

Diálogo imposible, hastío perpetuo.


Le Carnaval d'Arlequin (1924-1925), Joan Miró


En diciembre de 1927 en la Biblioteca Nacional de Madrid se inauguró una exposición del libro catalán. La Gaceta Literaria, dirigida por Gecé, iberista convencido, le dedicaba íntegro su número 23. El editorial, con el entusiasmo impostado de ciertas vanguardias, sentenciaba: “Hoy: unas minorías –las de la inteligencia- realizan la primera cauterización de las incomprensiones: mirándose cara a cara: saludándose con libertad y respeto”. Todo muy orteguiano, con guiño al noucentismo: las minorías vertebrarían el Estado a través de la cultura.

Giménez Caballero
Un mes después, una comitiva de la misma revista volaba en el avión Iberia a Barcelona. Pese al simbolismo evidente de la modernidad que se alza por encima de las “cominerías geográfico-políticas” (Antonio Espina dixit), el raid acaba en fracaso mal disimulado, a causa de unas susceptibilidades sólo mencionadas, en absoluto explicadas. Giménez Caballero se lamentó de que no les hubiesen agasajado con el preceptivo “banquete”, que era algo así como las cenas de gala de las repúblicas literarias de la época.

En junio de 1952, veinticinco años después, se celebraba en Salamanca el I Congreso de Poesía, a instancias de Dionisio Ridruejo, con la colaboración fundamental del poeta catalán Carles Riba. Unos días antes la Biblioteca Nacional –ahora en la Sala de Manuscritos- abría la exposición “Medio siglo de publicaciones de Poesía en España”. La cuarta vitrina estaba dedicada a Verdaguer, Maragall y Alcover.

Dionisio Ridruejo
Como explica en detalle Jordi Amat, la idea del grupo de Ridruejo (Laín, Tovar…) −todos esos falangistas con mala conciencia, a medias Antígona, a medias Electra, sin ser ni la una ni la otra−, consistía en hacer evidente que la cultura catalana enriquecía la cultura española. De lograr este objetivo, creían que se disociaría la identificación catalanista entre literatura y reivindicación nacional. Un error de perspectiva fue quizás no asumir que, aunque contasen con que los intelectuales le crispaban, a los poetas el Régimen no le importaba pagarles unas cuantas copas siempre que no se pasasen de la raya. La raya podía ser pedir permiso para publicar una revista literaria en catalán. Más allá de esta raya ya llegaban los palos.

Carles Riba
Hay una anécdota menor, pero significativa, del I Congreso. Clementina Arderiu asiste en primera fila a la conferencia de su esposo, el autor de las Elegies de Bierville. A su lado se sientan autoridades civiles y religiosas que se mueven incómodos y susurran entre ellos mientras el poeta expone el sentido que para Cataluña ha tenido el cultivo de su literatura. Arderiu confiesa que nunca había pasado más miedo, pues temía que, al acabar, “l’engarjolarien” (lo encarcelarían). Como en una película española de Sáenz de Heredia, nada más cerrar Riba su discurso, los poetas castellanos, que se sentaban en las filas traseras, se abalanzan al estrado, rodeando al conferenciante entre aplausos y muestras de júbilo. Supongo que no lo sacaron a hombros para no sobreactuar más de la cuenta delante del gobernador civil.

Resulta, por ello, conmovedor un pasaje de una carta de Riba a Ridruejo en noviembre de 1954, cuando aquellos intentos de liberalización de un cerrilismo cósmico e inamovible empezaban a naufragar. En defensa de una dignidad común, el poeta catalán decía: “No veo, no me resigno a ver, nuestros actuales problemas y cuitas de escritores catalanes como algo aparte de esa incoherente, pero tenaz, opresión inquisitorial a que están sometidos el pensamiento y su expresión en España”.

Cincuenta años después, entre 2004 y 2005, como para confirmar el tópico de que a nuestros escritores y ahora además a nuestros editores, vengan de donde vengan en esta Península nuestra de los desengaños, se les debe contentar pagándoles las copas en un mundo global, se montó una doble polémica con pocos meses de diferencia. A la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (México) asistieron los escritores en catalán, pero algunos regresaron pesarosos porque creían haber sido eclipsados por los escritores en castellano. Se levantó entonces una polvareda por si a la Feria de Francfurt de 2007, a la que se había invitado, específicamente, a la cultura catalana, debían acudir o no los escritores catalanes en castellano. Episodio bochornoso de la política catalana, ante el que un escritor como Sergi Pàmies demostró o que se había vuelto abstemio o que las juergas se las paga él.

Las consignas, de un lado y otro ahora, recocinadas, emponzoñadas, nauseabundas, siguen siendo las mismas del siglo pasado. Los intereses políticos, de partidos, han absorbido los argumentos sociales y culturales hasta el punto de convertirlos en caricaturas, definitivamente, irreductibles. A ver quién es el primero que se rompe la cabeza contra la pared. Porque la pared existe.

En mis momentos más desesperanzados pienso que en la Península no se han producido sólo graves errores políticos y morales, sino que ella misma es un error geográfico. La apendicitis de Europa. Soy tan iluso como para soñar -o, mejor, dicho, para alucinar- que algunos males se disiparían el día que nuestros adolescentes pudiesen leer a la vez a Fernando Pessoa, a Juan Ramón Jiménez y a Josep Carner, por ejemplo. Teniendo en cuenta nuestro modelo pedagógico, cabría preguntar como Cernuda: “¿Os es posible? Imposible, como aplacar el fantasma que de mí evocasteis”. Lo aterrador sería que, a la postre, nada hubiese cambiado desde que Gil de Biedma se revolviese contra la mística de nuestra miseria:

“De todas las historias de la Historia
sin duda la más triste es la de España,
porque termina mal. Como si el hombre,
harto ya de luchar con sus demonios,
decidiese encargarles el gobierno
y la administración de su pobreza”.

Independencia sí, independencia no. Con sólo verles la cara y oír la entonación de sus voces a todos ellos, hispánicos hasta la médula, uno debería darse cuenta de que no se llega a ninguna parte. De que toda esperanza es la máscara de la ficción de que, juntos o separados, somos dueños de un destino propio que puede hablarse en unas lenguas que ya no pertenecen a ninguna nación.

Como en Le Carnaval d'Arlequin, uno querría lanzarse a través del vano azul de la ventana, huyendo de arlequines con bigote y de autómatas que nos chafan la guitarra.


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