Le Carnaval d'Arlequin (1924-1925), Joan Miró |
En diciembre de 1927 en la
Biblioteca Nacional de Madrid se inauguró una exposición del libro catalán. La Gaceta Literaria, dirigida por Gecé, iberista convencido, le dedicaba íntegro su número 23.
El editorial, con el entusiasmo impostado de ciertas vanguardias, sentenciaba:
“Hoy: unas minorías –las de la inteligencia- realizan la primera cauterización
de las incomprensiones: mirándose cara a cara: saludándose con libertad y
respeto”. Todo muy orteguiano, con guiño al noucentismo:
las minorías vertebrarían el Estado a través de la cultura.
Giménez Caballero |
En junio de 1952, veinticinco
años después, se celebraba en Salamanca el I Congreso de Poesía, a instancias
de Dionisio Ridruejo, con la colaboración fundamental del poeta catalán Carles Riba. Unos días antes la Biblioteca Nacional –ahora en la Sala de Manuscritos-
abría la exposición “Medio siglo de publicaciones de Poesía en España”. La
cuarta vitrina estaba dedicada a Verdaguer, Maragall y Alcover.
Dionisio Ridruejo |
Carles Riba |
Resulta, por ello, conmovedor un
pasaje de una carta de Riba a Ridruejo en noviembre de 1954, cuando aquellos
intentos de liberalización de un cerrilismo cósmico e inamovible empezaban a
naufragar. En defensa de una dignidad común, el poeta catalán decía: “No veo,
no me resigno a ver, nuestros actuales problemas y cuitas de escritores
catalanes como algo aparte de esa incoherente, pero tenaz, opresión
inquisitorial a que están sometidos el pensamiento y su expresión en España”.
Cincuenta años después, entre 2004 y 2005, como para
confirmar el tópico de que a nuestros escritores y ahora además a nuestros editores, vengan
de donde vengan en esta Península nuestra de los desengaños, se les debe contentar pagándoles las copas en un mundo global, se montó una doble polémica con pocos
meses de diferencia. A la Feria Internacional del Libro de Guadalajara
(México) asistieron los escritores en catalán, pero algunos regresaron pesarosos porque creían haber sido eclipsados por los escritores en castellano. Se levantó entonces una polvareda por si a la Feria de Francfurt de 2007, a la que se había invitado, específicamente, a la cultura catalana, debían acudir o no los escritores catalanes en castellano. Episodio bochornoso de la política catalana, ante el que un escritor como Sergi Pàmies demostró o que se había vuelto abstemio o que las juergas se las paga él.
Las consignas, de un lado y otro ahora,
recocinadas, emponzoñadas, nauseabundas, siguen siendo las mismas del siglo
pasado. Los intereses políticos, de partidos, han absorbido los argumentos
sociales y culturales hasta el punto de convertirlos en caricaturas, definitivamente, irreductibles. A
ver quién es el primero que se rompe la cabeza contra la pared. Porque la pared
existe.
En mis momentos más
desesperanzados pienso que en la Península no se han producido sólo graves
errores políticos y morales, sino que ella misma es un error geográfico. La
apendicitis de Europa. Soy tan iluso como para soñar -o, mejor, dicho, para alucinar- que algunos males se
disiparían el día que nuestros adolescentes pudiesen leer a la vez a Fernando Pessoa,
a Juan Ramón Jiménez y a Josep Carner, por ejemplo. Teniendo en cuenta nuestro modelo pedagógico, cabría preguntar como Cernuda: “¿Os es
posible? Imposible, como aplacar el fantasma que de mí evocasteis”. Lo
aterrador sería que, a la postre, nada hubiese cambiado desde que Gil de Biedma
se revolviese contra la mística de nuestra miseria:
“De todas las historias de la Historia
sin duda la más triste es la de España,
porque termina mal. Como si el hombre,
harto ya de luchar con sus demonios,
decidiese encargarles el gobierno
y la administración de su pobreza”.
Independencia sí, independencia no. Con sólo verles la cara y oír la entonación de sus voces a todos ellos, hispánicos hasta la médula, uno debería darse cuenta de que no se llega a ninguna parte. De que toda esperanza es la máscara de la ficción de que, juntos o separados, somos dueños de un destino propio que puede hablarse en unas lenguas que ya no pertenecen a ninguna nación.
Como en Le Carnaval d'Arlequin, uno querría lanzarse a través del vano azul de la ventana, huyendo de arlequines con bigote y de autómatas que nos chafan la guitarra.
Como en Le Carnaval d'Arlequin, uno querría lanzarse a través del vano azul de la ventana, huyendo de arlequines con bigote y de autómatas que nos chafan la guitarra.
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