El buen samaritano (tras Delacroix), Vincent van Gogh (1890) |
Vine leyendo en un tren Escritos corsarios (1975) de Pier Paolo Pasolini (1922-1975), una recopilación de artículos de prensa que salió publicada apenas dos semanas después de su asesinato. A cualquier
lector que se atreva a introducirse en unos debates cuyas referencias,
históricas e italianas, se han desdibujado inevitablemente cuarenta años
después, le seguirá resultando en su fondo más radical, pese a todo, un libro
bronco, provocativo, a contracorriente, sin concesiones ni en los acuerdos ni
en los desacuerdos.
Aunque, como digo, el mundo que radiografía ya no es el
nuestro, Pasolini mantiene hiriente una profética capacidad de anticipación de
las consecuencias antropológicas, políticas y hasta lingüísticas que la
civilización consumista ha provocado en la transformación radical que han
experimentado las sociedades occidentales tras la II Guerra Mundial. Sus
lúcidos análisis sobre la desaparición de una cultura agraria milenaria,
extinguida en poco más de veinte años por el crecimiento vertiginoso,
acelerado, centrífugo de un modelo hedonista, globalizador avant la léttre, se concentra en la incidencia moral y política de
temas como el aborto, el divorcio o la homosexualidad, girando una y otra vez
sobre algunas pocas intuiciones de fondo, desde una heterodoxa militancia que
se reclama marxista y antifascista pero que observa sus objetos con una extraña
fascinación reaccionaria.
Según Pasolini, esta civilización ha destruido un
modo de vida ancestral que contenía en sí la nobleza revolucionaria de una
cultura popular, campesina, que parecía dispuesta, en su ilusoria
atemporalidad, a transformar de abajo arriba las relaciones sociales con la
ayuda del instrumental marxista. Lo peor de esta ruina sería haber sido
aniquilada mediante una aparente redención que, bajo la formalización
“democristiana” en el caso italiano de la posguerra, habría impuesto finalmente
una fascistización total de la vida humana. Su consecuencia directa, ante la
muda perplejidad de quien se había creído su eterno aliado, resultaría la crisis sistémica de la Iglesia Católica.
La argumentación de Pasolini sobre las causas de este
derrumbamiento del poder eclesiástico podría argumentarse así. La Iglesia, que nuestro
autor, aunque no identifica, tampoco separa del “cristianismo”, habría sido una
institución que durante dos mil años ha guiado y canalizado la religiosidad
campesina. Habiendo optado por una alianza con el poder temporal, sus
relaciones se alteran de manera irreversible con la Revolución industrial y
política. El Estado burgués mantuvo todavía
un “pacto” en el que no creía, pero que le era útil: la Iglesia garantizaba
no sólo un control social, sino también el flujo imaginario de una esperanza
escatológica.
Para Pasolini el gran error histórico de la Iglesia
habría sido la firma de los Pactos de Letrán (1929), no sólo ni principalmente,
con ser mucho, por la justificación del régimen fascista, sino sobre todo
porque creyó que con él podría suturar a su favor la quiebra histórica de la
época de la Revolución. Consecuencia de esta alianza, habría sido la ceguera
que le ha impedido darse cuenta de que estaba contribuyendo a justificar
indirectamente el hedonismo y el consumismo que se ha desarrollado en la última
etapa de este proceso histórico.
En estas nuevas circunstancias el poder
temporal ha acabado advirtiendo la inutilidad del apoyo de la Iglesia. En esta supeditación
residiría la causa de la crisis posconciliar que Pasolini encarna en la ambigua
y sugerente figura de Pablo VI que se habría percatado del fin del papel
tradicional de la Iglesia: “Pero una cosa es segura: que si las culpas de la
Iglesia en su larga historia de poder han sido muchas y graves, la más grave de
todas es haber aceptado pasivamente su liquidación por un poder que se ríe del
Evangelio”.
Aun con todos los matices que se puedan oponer a este
análisis ya digo que heterodoxamente marxista, a medias ácrata y a medias reaccionario, medio siglo después resulta escandalosamente estimulante la
lucidez con que esboza cómo se juegan los fundamentos pre-políticos de la
Iglesia en la articulación “sacramental” de la familia y en su aparente oposición al
sistema hedónico-consumista.
A mí me parece muy sintomático la inclinación del
nuevo poder eclesiástico por el uso simbólico indiscriminado que ha hecho de la
parábola del hijo pródigo y la ausencia notabilísima de referencias al buen samaritano. A pesar de las sonrisas y de las aparentes dulzuras televisivas de
los jerarcas eclesiásticos, acrisoladas durante los años plúmbeos
posconciliares, quienes los conocemos bien sabemos que, tras esas máscaras,
respiran auténticos depredadores psicológicos que han confundido el alma con la
mente, con la consecuencia de haber arrumbado los confesionarios en beneficio de
los desvanes terapéuticos.
Obsérvense los mecanismos y los dispositivos con que
se llega a interpretar la parábola del hijo pródigo. Con ellos se hace posible
una operación simbólica sobre la psicología colectiva, a fin de prolongar un
control que neuróticamente se resisten a perder. En primer lugar, se produce
una identificación dual, maniquea, de los dos hermanos con otras dos figuras:
el hermano menor es el publicano que se sitúa al fondo del templo golpeándose
el pecho , mientras que el hermano
mayor es el fariseo arrogante y pagado de sí mismo cuya imagen depende de la
comparación con el despreciable publicano. Se violenta así la propia dinámica del relato del hijo pródigo que en ningún momento siente un auténtico arrepentimiento, sino simplemente una terrible hambre que le lleva a articular una estrategia que le permita recuperar no el favor del padre, que considera en estricta y desesperada justicia humana perdido, sino obtener un empleo en su casa, de la misma manera que el hijo mayor no pretende manejar a su antojo la propiedad de su padre, sino que no entiende que su recompensa se encuentra en su comunión íntima con la voluntad del Padre y no con el capricho y la conveniencia tiránica del amo de la finca.
¿Qué lugar, pues, se reserva para sí el eclesiástico? El de Padre-Dios
que “justifica” al publicano y que “acoge” al pródigo. Como he anticipado, es un padre que se comporta de modo muy
raro con el “hijo mayor”: no sale a convencerle de que todo lo suyo está a su
disposición, sino que va a su encuentro a cantarle las cuarenta como si fuera Jesús a
todos los sepulcros blanqueados, casi como para amenazarlos con arrojarlos del templo. Se trata más bien de reducirlo a golpes físicos y
emocionales, atribuyéndole toda suerte de intenciones cuya defensa simultáneamente
se le niega como si se tratasen de autojustificaciones falsas y malintencionadas. Estos rasgos
psicopatológicos, que reflejan una cierta perversidad moral, encuentran su clímax delirante cuando
el “hijo mayor” pudiera verse empujado a reclamar su parte de la herencia para irse también a
malgastarla. En ese momento el “padre” se encierra en el mutismo y desaparece de
la escena, porque sabe que no podría mantener la dependencia afectiva a la que
pretende someter al “hijo menor” si no puede ejercer, cohesionadora, la
coacción sobre el otro hermano.
Es por ello que la figura del “buen samaritano” no puede
acomodarse a la imagen “misericordiosa” de la prodigalidad narcisista. El buen
samaritano es un extranjero, un hombre de paso, que atiende en un momento
concreto al abandonado. Su labor, imprescindible, no es estable; no está
vinculado a un sitio fijo, sino que está en camino. Se desvía, pero no se
asienta. Salva, pero no sana. El sacerdote y el levita pasan de largo, quién
sabe si para atender la posada por entero. El samaritano cumple con su deber instantáneo. Sin tener deuda, se endeuda para no adeudar la salud de su prójimo que, en su cuerpo herido, le plantea un interrogante absoluto: quién soy.
El samaritano, anónimo, es alguien en despedida. El samaritano podría ser un güelfo que no juzga y que se resiste a ser utilizado. Inutiliza su inutilidad al poder. Más que un gesto, el suyo es un signo de desprendimiento. El samaritano, caminante, se diluye en el horizonte, una ausencia siempre por venir, la seguridad imprevista de una providencia atenta. El samaritano es un maestro y un monje, justo porque en su decir -"y lo que que gastes de más...",- queda inscrito lo por hacer -"...te lo pagaré al volver-". La proximidad del samaritano es una promesa que requiere confianza. El suyo es un monasterio nómada, un lugar de acogida efímero, como las tiendas de los Patriarcas. Entre Jericó y Emaús, a las puertas del desierto, vivirá arrebatado por un Dios desconocido y presente: el pan, el vino, las escrituras.
El samaritano, anónimo, es alguien en despedida. El samaritano podría ser un güelfo que no juzga y que se resiste a ser utilizado. Inutiliza su inutilidad al poder. Más que un gesto, el suyo es un signo de desprendimiento. El samaritano, caminante, se diluye en el horizonte, una ausencia siempre por venir, la seguridad imprevista de una providencia atenta. El samaritano es un maestro y un monje, justo porque en su decir -"y lo que que gastes de más...",- queda inscrito lo por hacer
“Si reanudara una lucha que forma parte de sus tradiciones (la del Papado contra el Imperio), pero no para conquistar el poder, la Iglesia podría ser la guía, grandiosa pero no autoritaria, de todos los que rechazan (y está hablando un marxista como tal marxista) el nuevo poder consumista que es irreligioso; totalitario; violento; falsamente tolerante, en realidad más represivo que nunca, corruptor; degradante. Este rechazo es lo que podría simbolizar la Iglesia volviendo a sus orígenes, es decir, a la oposición y la rebelión. Hacer eso o aceptar un poder que ya no la quiere, o sea, suicidarse”
(P. P. Pasolini, Escritos corsarios)
Puesto que no existen marxistas como tales marxistas
sino como secuaces de un poder irreligioso por cancerosamente consumista, la oposición
y la rebelión de la Iglesia, anacrónicas en sus formas posconciliares, parecen
consistir en un suicidio autosatisfecho. “«¿Cuál de estos tres te parece que ha
sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos». Él dijo: «El que practicó
la misericordia con él». Jesús le dijo: «Anda y haz tú lo mismo»” (Lc 10,
36-37).
Clavado.
ResponderEliminarEnhorabuena por la lucidez.
Buenísimo. gracias
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