Cristo y los peregrinos camino de Emaús,
Duccio di Buoninsegna (1308)
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Al
final de la Vita nova Dante advertía
que peregrino es tanto quien se encuentra fuera de su patria como quien camina a
Santiago de Compostela para servir al Altísimo. También así soy un
peregrino absoluto. Léon Bloy insistía en que no padecemos otra nostalgia que la
del Paraíso, la única patria que hemos conocido. Como bacantes enardecidas,
nuestras sociedades del bienestar han profanado, por si acaso, hasta los
confines de cualquier Jardín que pudiera conservar un recuerdo que todavía testimonie, entrelíneas, nuestra Caída. De Santiago a Jerusalén, pasando por Roma, con una palma, unas hojas de romero y una vieira, emborrono un cuaderno
de exilio, donde no ceso de anotar los espantosos lugares comunes que nos cierran,
con las simas de su estupidez, los abismos de Luz que, desesperado, invoco.
... A Léon Bloy no se le debe invocar en vano. Un supersticioso
que tema la pobreza y desprecie el genio -es decir, el filisteo que compadece la miseria y alaba el talento- encuentra motivos de sobra para permanecer alejado de su
atrabiliaria y espeluznante lucidez. Con respeto se le puede citar, a media
voz, sin permitirse la menor ironía que contagie su desgracia. Ante un Lázaro
iracundo, es consciente de que Bloy escupe los trozos de pan que le sirven los
perros de Epulón en el mármol exegético de sus lugares comunes. Nadie debe ser más que su maestro. Cualquiera puede
sentirse peor.
Repaso sus Diarios con
la intención ingenua de adivinar el éxito de la peregrinación absoluta de mi
libro por venir. En El mendigo ingrato, durante
mayo de 1892, encuentro la primera referencia de su génesis, donde aparece delineada
con precisión la idea a la que permanecería fiel: “A propósito de los lugares
comunes, cuya Exégesis proyecto hacer
algún día, le digo a de Groux que esas locuciones vulgares, eternamente
manoseadas por los imbéciles, son una afirmación prodigiosa de la nada de éstos
y, en consecuencia, divinas”. A los imbéciles les sigue resultando
imperdonable y, en consecuencia,
ofensivo que en esas locuciones resplandezca el juicio de Dios.
Diez años después, mientras redactaba ya su Exégesis, Bloy alcanzó a formular que “en el estado de Caída, la
Belleza es un monstruo”. En el plazo de seis meses, entre enero y junio de 1902,
profetizó los caminos de mi homenaje:
“14 de enero. Exégesis de los lugares comunes. Pronto hará ocho meses que trabajo en este libro y ya es hora que se acabe. Era el más difícil de todos y el que más me costó concebir. Pero estoy lejos de haberlo acabado y mi fatiga es muy grande.
5 de marzo. Fin de la Exégesis de los lugares comunes. Esta obra, que me ha costado más de lo que puedo expresar, la he terminado en medio de una tribulación excepcional. Jamás me había visto más completamente abandonado por los hombres. Jamás, y sin embargo…
8 de abril. Gigantesco trabajo de corrección de pruebas de la Exégesis. Espero mucho de este libro que es, sin duda, lo más original que he hecho.
15 de junio. La Exégesis de los lugares comunes está a la venta desde hace tres días y ya he perdido toda esperanza de su éxito. Más que nunca pienso que Dios no quiere que me gane la vida con la pluma, que reciba así mi recompensa. Quiere actuar solo y no dejar hacer nada a los hombres”.
(Léon Bloy, Cuatro años de cautiverio).
Bloy daba vueltas y vueltas a la divinidad que se escondía, casi inquietantemente
luciferina, en esas sobadas locuciones. En busca del Absoluto, diseccionaba y
cauterizaba en vivo su malvada estupidez. Sin puntos cardinales, con el
astrolabio orientado al cielo cerrado de una noche brumosa, hoy en día tal vez
sólo quepa peregrinar absolutamente. La enseñanza cuyo aprendizaje atormenta se
esculpe en el frontispicio de una estólida maldad. En él ha quedado grabado,
como signo de nuestra época, el principio de no no contradicción que detecto continuamente bajo mis lugares comunes.
De nuevo, otros diez años después, en El peregrino de lo Absoluto Bloy acertaba a describir los medios de esta descripción: “No se ve bien el mal de este mundo, si no lo exageramos.
Escribí esto no sé dónde. En lo Absoluto no puede existir la exageración y en
el Arte, que es la búsqueda de lo Absoluto, tampoco ésta existe. […] La
hipérbole es un microscopio para escrutar insectos y un telescopio para
acercarse a los astros”. En nuestro umbral del Apocalipsis, tal vez el único
desolado consuelo que quede sea éste: «Yo escribo para las Tres Personas
Divinas».
De todas
las peregrinaciones en sentido amplio o estricto, sólo en una podría quedar
resumida el misterio paradisiaco que excede el camino inagotable de la Caída. Me
refiero a la que emprendieron los discípulos de Emaús tras el anuncio de la
Resurrección (Lc 24, 13-35). Como Cleofás y su acompañante, entristecidos, voy conversando con mi heterónimo sobre los fragmentos de significado que están esparcidos
entres esas locuciones vulgares que Bloy
atesoraba y que hoy confunden y subvierten lo que no dejaba de referir la
palabra hecha hombre en todas las escrituras que aprendimos a leer y a amar. Como
el día va de caída y ya ha oscurecido, nos queda imaginar, tentativamente, las formas que apenas contienen desfiguradas a martillazos. “A ellos se les
abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista”.
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