La Virgen de las Cuevas, Francisco Zurbarán (h. 1655) |
No
siempre habría de ser el cronista de la catástrofe. Si en este blog he
relatado, con estilo farsesco y satírico, no pocas aventuras universitarias y
pedagógicas no ha sido para clamar, abrumado y profético, contra un mundo caído
sin remedio, sino para resistir la trampa resignada de la desesperanza. Quien
recusa, entre burlas y lágrimas, cómico, el peso cotidiano de sus afanes,
conserva intacto el fondo ideal e ingenuo de sus deseos más íntimos. ¿Cómo si
no podríamos ampararlos?
Hoy,
como la excepción que confirma gozosa la regla, escribiré la crónica del viaje de mi heterónimo a Sevilla la semana pasada, donde el amigo reciente –y ya de siempre-
Ignacio Trujillo ha practicado, en su formulación clásica, la obra de
misericordia de dar posada al peregrino; en este caso, a un güelfo desterrado
que, ingenuo e ideal, llevaba consigo, casi escondidas, sus memorias más
íntimas.
Habiendo
salido tras la alabanza matutina en los labios, a eso de media mañana, en torno
a la hora intermedia, mientras entraba en Andalucía a la velocidad de un AVE, se
topaba, emocionado, con la lectura de la reseña que Ángel Ruiz, generoso, dedicaba a nuestro último volumen, el cual debía presentarse por la tarde cabe el
Guadalquivir. Esa lectura de Ángel, tan precisa, tan íntima, tan directa y tan
delicada con el secreto de nuestras páginas, era a la vez como el signo –la puerta-
que anunciaba un tiempo que, a lo largo de la jornada, se iría condensando,
con metafórica realidad, en una tensión entre pascual y adventicia: un pasar
que, en la espera, ve cumpliéndose su gozo.
Durante
el almuerzo y la sobremesa, la conversación con Ignacio, mi editor y su esposa
se prolongaba con la ligereza de quienes son viejos amigos nada más conocerse
en persona. Hablamos de Cataluña, oh claro, y de los horrores pedagógicos que
encarna ese monstruito leviatanesco que, por nombre inhumano, lleva el acrónimo
de ANECA, y de la añoranza güelfa de un futuro –no de un pasado- escatológico.
Como si fuera un misterio que no cupiera conjurar en vano, nada se decía del
acto de presentación de la tarde.
En
pleno atardecer, como empezando a revestirnos de la cogulla literaria, Ignacio me guió por las calles del centro de Sevilla, lamentando aquí y allá, entre
la admiración, los destrozos arquitectónicos y patrimoniales de la segunda
mitad del siglo XX, hasta que en silencio me introdujo, feliz, en la sala
capitular, doméstica, de su azotea. Era
preciso entonces retirarse a descansar brevemente en la meditación, antes de que
llegase el momento de entonar juntos la liturgia güelfa de nuestras vísperas
sevillanas.
Aun
con un número reducido de asistentes, que sé que le dolía a Ignacio, empezó uno
de esos actos que, de una manera en apariencia imprevista, se acaba fundiendo
con la propia memoria del libro que se presentaba. La crónica de esa velada,
impresionada, la ha escrito insuperable este mi amigo güelfo, ya diría casi que
hermano de profesión. Nuestro compañero de Tabor literario, Lutgardo García, abrió
el camino hasta su cima con un texto espléndido y brillante, europeo y poético,
que abrumaba a mi heterónimo al tiempo que le aclaraba la intensa relación
entre sueño y vela que mantiene conmigo.
E
Ignacio de repente se transformó en un aedo. Puedo asegurar que yo no he
visto antes cosa igual. Y mis lectores comprenderán que tal contemplación, cuando se
oye además declamar con una intensidad brutal, casi angélica, a media voz, las frases decisivas que, destiladas, he tardado casi treinta años en poder forjar sin echarme a
llorar, fuese una iluminación. He dicho aedo y no rapsoda con toda la intención.
En boca de Ignacio aquellas palabras que recitaba consumaban el misterio de la
poesía: eran suyas, nuestras, de los que le escuchábamos suspensos, ya no mías.
Había descubierto su ritmo secreto y nos los revelaba con una sencillez que nos
dejó, como observó él, en un silencio sacramental. “¿A pesar de mi acento
andaluz?”, me decía al día siguiente, feliz. Por el tuyo, por el tuyo, querido
Ignacio.
“Todos
los cristianos deberían poder hacer milagros”, dijo Léon Bloy. Haré una
confesión que jamás he hecho, porque me da vergüenza ajena: siempre me he
sentido, antes que nada, poeta. Ignacio me ha revelado su verdad con una
exactitud terrible, y maravillosa: se es poeta cuando la obra ya no le pertenece más
a su creador, sino que vive propia en sus lectores, aunque sean sólo uno o cinco
o diez. Aun en el desánimo por una real falta de eco de ella, si se
alcanza esta comunión, como al final del acto manifestó deslumbrada en público una asistente, crece una alegría incalculable. Ni por la ausencia de diez
justos, Sodoma y Gomorra fue destruida sin que Lot y su familia fuesen conducidos
fuera de ella. Abandonados de todos, también los primeros franciscanos, si tocase, no
cejarían de predicar entusiastas hasta a los insectos y a las alimañas,
admirados.
¿Queda
algo por decir? Aún tuvimos tiempo para un refrigerio de completas, en que,
tras haber asistido a una precaria y humildísima victoria del bien, brindamos
para no desanimarnos ante ninguna derrota maligna.
“¿Dónde estaría Sevilla? Sin duda por estas venas azules, por estas venas rosadas, que no tenían nombre de venas, sino de calles andaluzas –Aroma, Lirio, Escarpín-, se había de llegar a su corazón recóndito y difícil. Cada visión nueva era la aventura final, el último encantamiento, y sin embargo, a cada visión se sustituía inmediatamente la de al lado, lo mismo que huye una nota de la cuerda donde nació, porque en la voluntad del ejecutante ya hay otra esperando, que la alcanza y la completa. Y era preciso que la imaginación juntase tal trozo de blanqueada pared, aquel zaguán, una cancela, con la perspectiva no suya –ésta ya se había evadido-, sino de la casa vecina, y que, poniendo sobre todo esos balcones y terrazas ajenos y un cielo visible, pero convencional, reconstruyese idealmente lo que por angostura de la calle y rapidez de la marcha no cabía, verdadero, en la visión”.
(Pedro Salinas, “Entrada en Sevilla”, en Víspera del gozo)
A
pie, amigo Ignacio, pero no solos, en compañía fraternal en el desierto, hasta
los cactus se han inclinado a escucharnos.
Leo estas líneas y emocionado, abrumado, revivo el momento.Gracias.
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