Epiphany,
Max Ernst (1940)
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En el cénit etílico de la jerga postestructuralista
un señor sobrio y surrealista, Julien Gracq (1910-2007), autor de novelas
perturbadoras y hieráticas, como En el castillo de Argol (1938) o El mar de las Sirtes (1951), publicó un ensayo de crítica literaria de tan exasperada
clasicidad que su título, en un gerundio inacabable, requiere la exacta y dual
cursiva para su (in)cierta comprensión: Leyendo escribiendo (1980).
Con el gesto adusto de un aristócrata arruinado,
Gracq contemplaba la memoria de sus lecturas -que es la de su historia literaria,
personal y nacional- con una distancia familiar que intimida. Por supuesto, con
ferocidad contenida, mantenía el tratamiento de cortesía hacia sus obras amadas:
“Mon chère, vous m’avez donné un grand
plaisir”. A sus autores les agradece la deferencia de la camaradería, sin
permitirse la grosería del elogio.
A través de las páginas de este singular libro de
crítica se erige el ejemplo de un lector de novelas que se encarga de subrayar,
mediante sobreentendidos sólo esbozados, lo despegada que su cultura se siente
de los análisis obreros de la ciencia literaria. Despliega sus comentarios como
si tratasen de una respuesta educada y displicente, innominada, a la
inteligencia académica de Tzvetan Todorov, Julia Kristeva o Philippe Sollers.
Parece como si Gracq hubiese redactado Leyendo escribiendo
en su gabinete tras largos paseos por el bosque de la provincia. Por el
contrario, Roland Barthes, febril, bajo la apariencia libertina de una férrea
lógica, habría acumulado en S/Z (1970)
notas dispersas rondando por los arrabales de la literatura. Gracq,
republicano, de frialdad apasionada, se reencuentra con sus antiguas y
exquisitas amantes (Stendhal, Flaubert o Proust). A Barthes, proletario, le
atormenta con gélida ansiedad el rechazo de Sarrasine.
En Gracq el placer del texto no adopta la forma
vicaria del deseo retenido. Uno y otro coinciden en la ausencia que las palabras
dibujan sobre el horizonte de la imaginación de su autor. Su reflexión, casi
avergonzada, mantiene erecta su dignidad desde el inicio: “El comentario sobre
el arte de escribir se mezcla desde el comienzo, inextricablemente, con la
escritura”. Contra cualquier juicio apresurado, esta línea no deja espacio para
el pretexto. Gracq, anciano, no
renuncia al vigor de una escritura total que reflejen los ensayos de su taller
literario.
En la ambigüedad del título de su obra se oculta la
clave no tanto de una argumentación, ni siquiera de una exposición de gustos
hereditarios, cuanto de un esfuerzo secretamente algebraico por construir la
novela de la novela como el arte más propio de la crítica. El lector, como su
autor, se asoma al borde de una metanovela, ante cuyo abismo flotan
anotaciones, opiniones, impresiones, y también juicios. Uno, mientras escribe,
sigue leyendo. El otro, al leer, no cesa de escribir. La actividad más propia
de cada cual es aquella que le falta:
escribiendo leyendo. Su figura más
plena, trascendente, se graba en un signo interrogativo.
Gracq se sentó ante su escritorio a escribir la historia
de su vocación y acabó trazando su versión de la saga de la novela realista
francesa decimonónica. El discípulo arisco de Julien Sorel, fascinado por
Huysmans y sospecho que por Théophile Gautier, rinde las cuentas de sus
afinidades y de sus antipatías. Stendhal es el héroe absoluto. A cada relectura
Gracq reconoce perder en emoción lo que gana, a contrapelo, en intimidad: entre
las manos se le disuelve Rojo y negro
para que pueda cristalizar mejor la psicología de La Cartuja de Parma: “para leer esta maravillosa novela hace falta
un cierto estado de gracia que no se encuentra a voluntad: […] Pues es el clima
del amor el que sostiene el libro, pero no tanto el de la Sanseverina por
Fabrice, o el de Fabrice por Clélia Conti: es el amor, declarado, del novelista
a su novela como hacia un Edén revisitado en sueños”.
No es extraño que, para Gracq, sea Marcel Proust el epígono stendhaliano:
al remecer la magdalena, asoma no sólo un tiempo recobrado, sino que se va
formando el mundo insospechado de la fantasía personal. En cambio, si Honoré de Balzac, que es la contrafigura stendhaliana, es respetado como el artífice imaginario
de la Francia burguesa, no puede serlo Gustave Flaubert y, en menor medida, Émile Zola, el último Rougon-Macquart realista. En ellos el lenguaje respondería a una
lógica económica, antipoética, que habría caracterizado paradójicamente la
hipertrofia del yo novelístico en el
siglo XX y la correspondiente tarea taxonomista del estructuralismo disecado. ¿Piensa acaso
Gracq en la marquesa de Paul Valéry -o en el idiota de Jean Paul Sartre- como en los signos de Barthes? ¿Es
posible un juicio más implacable y mortal que el apuñalado sobre el estilo de
Flaubert?: “Toda su escritura es una lucha, más de una vez desgraciada, por
hacer vivir y relanzar la página o el párrafo más allá de esta fatalidad de
recaída”. Las frases de Flaubert, en vigilia, habrán olvidado el Edén, como “toda
crítica reducida a resumir, a reagrupar y a simplificar, pierde su derecho y su
crédito, aquí como allá”.
“La lectura de una novela (si esta vale la pena) no es reanimación o sublimación de una experiencia vivida más o menos por el lector: es una experiencia, directa e inédita, del mismo tipo que un encuentro, un viaje, una enfermedad o un amor -pero, a diferencia de ella, una experiencia no utilizable-. […] Determinación de total importancia, ya que la corriente de la lectura no se divide, y todas las cosas, en materia de lectura novelesca, plantean menos una cuestión de existencia que de intensidad. […] Hay tantas lecturas de un texto como lectores, pero para cada lector -cuando no se erige en promotor de lecturas marginales- hay un trayecto a través del libro y de hecho sólo hay uno”
(Julien Gracq, Leyendo escribiendo).
Silencioso, letraherido, sigo leyendo escribiendo uno de estos trayectos.
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