Kermés flamenca,
David Teniers el Joven (1652)
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Acaso emprenda el inusual comentario de un libro. ¿Sería
presuntuoso desear orientarse más por la enseñanza esotérica de su autor -no por ello menos escrita- que por el
contenido de su obra concreta? Ante La imaginación conservadora (Barcelona, 2018) de Gregorio Luri creo que casi es
un deber, casi una deuda, acercarse indirectamente.
No pocas y merecidas reseñas han aparecido en los
principales periódicos y medios digitales sobre la última obra del filósofo y
pedagogo navarro arraigado en Ocata. Sus autores han insistido en la contribución
de este libro al ideario revisado del pensamiento conservador español. Hay que
reconocer el talento socrático de Luri para conseguir que tanto los elogios
como las objeciones a su argumentación hayan servido para revelar mejor el
perfil político y social desde el que sus reseñadores han fijado el alcance de
su debate.
Lo atractivo -lo provocativo- de su planteamiento procede
tanto de la inteligencia de su apuesta política cuanto de la seductora
sencillez de su estilo que obliga casi a asentir por sensatez, ya sea con
entusiasmo ya sea con disgusto. Glaucón paradójico, ¿habré de renunciar
entonces a las pérdidas que pudiera obtener con justicia? Sea, pues, el mío el
atrevimiento de una singular glosa reaccionaria.
Se han resaltado las distinciones con que Luri traza el
triángulo político de la modernidad. Entre el reaccionario y el progresista el
conservador adensa en el presente la fluida capacidad de la tradición para irse
transformando en una novedad depositada. El progresista y el reaccionario vivirían,
melancólicos o ansiosos, entre el alfa y el omega social, ambos escatológicos,
a punto de consumar el Apocalipsis o de restaurar el Paraíso. El conservador,
prudente y centrado, apuraría el sentido de la historia.
Más allá de la reivindicación de autores españoles,
desde el Tostado o la Escuela de Salamanca hasta Manuel Azaña y Ramiro de Maeztu, pasando por Juan Varela, Marcelino Menéndez Pelayo o Jaume Balmes, el
conservadurismo de Luri está sintetizado, por un lado, en un lema que debería
grabar como su escudo de armas: “El conservador es moderno, pero no sólo”; y,
por otro, en la imagen del baile como fundamento de la politeia, cuya melodía sólo sus ciudadanos son capaces de reconocer
en el ejercicio activo de su vida común: “soberano es el discurso que nos impone una
hermenéutica de lo real”.
Luri se toma así muy en serio el compromiso social que
reclama el mito de la caverna platónica. El filósofo sigue de frente -o de
espaldas, según se mire- el camino de Orfeo. Su conservadurismo es indisociable,
pues, de una categoría como politeia
pero también de otras, como es la de teatrocracia,
que por su consumo compulsivo no son de fácil digestión en épocas demagógicas.
El arte de la democracia consistiría, en último
término, en la gestión del deseo. Como
el eros platónico, se mueve por una
aspiración a la Belleza que no puede dejar de ser cuidada entre pobreza y riqueza. Por más imperfecto y parcial que
pueda darse, la búsqueda del Bien es un imperativo moral. La realidad jamás
deja de ofrecer una resistencia inasequible. Frente a sus amenazas caóticas, la
cultura funda sobre ella, conteniéndola, el espacio cívico. Sobre la negación
suicida de este horizonte Luri parece comprender la crisis de Europa, a punto
de ser raptada por los populismos.
En una entrevista reciente Luri utilizaba una alegoría,
de sabor platónico, para volver a ejemplificar la relación entre las corrientes
políticas de nuestra modernidad. Embarcados en una segunda navegación los reaccionarios reclamarían regresar a puerto,
mientras los progresistas estarían deslumbrados por una nueva tierra que, como
un espejismo, están siempre anunciando que atisban. Entretanto, los
conservadores se esforzarían porque la nave no se vaya a pique.
Como en toda la obra de Luri, sobre esta imagen
presiona con una fuerza extremada el juicio y la muerte de Sócrates. Un
conservador nunca puede dejar de leer Fedón
con lágrimas retenidas en los ojos. En su memoria aquella víspera es
trágicamente indistinta de la noche del Banquete. Con una alegría sobrehumana
(¿nietzscheana?) invoca en el límite mismo del conocimiento, como si entonase
las primeras notas de un himno, la deuda del gallo de Asclepio. Buen lector de
Leo Strauss, Luri sabe que entre Atenas y Jerusalén el conservador debe
mantenerse fiel a la ley de la Ciudad.
Creo que el reaccionario suele cometer dos errores.
El más fundamental consiste en convertir la política en teología y, ante su
inevitable fracaso, en estetizar la una en la otra. El otro, en acusar al
conservador de pastelear con sus principios. El progresista ve así confirmada
su suposición de que entre ambos no existe sino una diferencia de grado. A
cambio, el conservador no alcanza a comprender el sentido de la piedad reaccionaria que, aunque pueda
llegar a admirar, le es irreductiblemente ajena. El reaccionario auténtico no
debería hacer de su reacción una mística más o menos fantasiosa, sino advertir
que su reacción es en su fondo insobornable una mística.
El conservador es un demócrata, dispuesto siempre a salvar los pecios del naufragio. El
reaccionario, un logócrata que enjuga
lágrimas y entierra a los muertos. Uno y otro llevan su condición hasta extremos aporéticos. Un reaccionario, abrumado, confunde Getsemaní y el Edén.
Leerá, sin desfallecer, los Evangelios de Marcos y de Juan. Su última palabra
es un grito y no cerrará sus ojos ningún Critón sino que su costado será
traspasado. Un conservador aprobará el Sermón de la Montaña. Un reaccionario,
como José de Arimatea, reverenciará las huellas de Antígona. Entre Jerusalén y Atenas,
debería alzar la vista al Cielo, aunque le parezca hoy vacío.
“La politeia es el hecho político primario. Previamente a ella no hay animales políticos. La naturaleza humana es política. Tanto es así que no hay posibilidades de existencia para el hombre en una naturaleza no «politizada». No hay una vida política natural, ni hay un hombre sin diseño político. Al defender la soberanía de la música y la concepción de la politeia como hecho político fundamental, afirmamos también que la racionalidad de una tradición o de una institución no se encuentra tanto en lo que dice o hace, como en nuestra incapacidad para llegar a ser humanos sin su cobijo y no podemos encontrar cobijo en ella si no la envuelve una aureola de sugestión. Ninguna tradición es perdurable si no es capaz de generar sus propios hechizos sobre sí misma. Ninguna tradición -como ningún régimen político- se mantiene en pie por su coherencia lógica. El baile no es sólo geometría y eso que no es geometría es lo que no podemos crear con un listado de leyes”.
(Gregorio Luri, La imaginación conservadora)
El reaccionario es antimoderno, pero tampoco lo es
sólo.
Reclamo un cuarto vértice: el punk (por lo de acceleracionista). Hacia el Omega para rescatar el Alfa (el alfa como proyección escatológica del omega). Consumar el Apocalipsis para que se restaure el Paraíso. Pero eso no es posible, hasta sus últimas consecuencias originales, a sí mismo.
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