Ascensión de Cristo,
Giotto (1304-1306)
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En sus Diarios Léon Bloy dejó anotadas dos reflexiones que se han grabado a fuego en este
escritorio a punto de cerrarse definitivamente dentro de unas cuantas
líneas. En El invendible, Bloy expresaba a Raïssa Maritain su convicción de que “no hay más que un dolor, haber perdido el Jardín de las
Delicias, y no hay otra esperanza ni otro deseo que recobrarlo”. En El mendigo ingrato había observado que
en la fiesta de la Ascensión “siempre he visto el motivo de un duelo infinito”.
Nunca he considerado la infancia el modelo de ese
delicioso jardín de la Humanidad. He peregrinado durante estos años a la búsqueda
de un paraíso modelado con los retales anamnéticos de una esperanza absoluta. ¡Qué
alegría poder llegar a alcanzar algún día la posesión entera de una fe herida,
traspasada por el símbolo tan punzante de su ausencia!
Entretanto, en cada una de estas últimas letras apuraré espiritual el sentido de un duelo sólo en apariencia inacabable. Cavalcanti profesa que quien cree en la Palabra bajada del Jardín no morirá para siempre. Aunque muera, confía en que vivirá. Su heteronimia asiente, a tientas, con precaria firmeza, el glorioso cuerpo literario de su prometida Resurrección.
Entretanto, en cada una de estas últimas letras apuraré espiritual el sentido de un duelo sólo en apariencia inacabable. Cavalcanti profesa que quien cree en la Palabra bajada del Jardín no morirá para siempre. Aunque muera, confía en que vivirá. Su heteronimia asiente, a tientas, con precaria firmeza, el glorioso cuerpo literario de su prometida Resurrección.
Este dogma central, fieramente contrarrevolucionario,
ha ido nutriendo secretamente la peregrinación de este blog en una revelación
progresiva. En la teología paulina la fe en la Resurrección fundamenta la
esperanza que consuela la comunión de los santos. Sólo inspirado por esta
certeza, Cavalcanti ha podido alimentar la consistencia imaginaria de su
monasterio.
Habiéndose inspirado libremente en la Regla de San Benito y, tras haber orado los libros que han ido llegando cabe sus puertas, se ha sentado cada semana a leer a cada uno la ley de la crítica, mientras los obsequiaba con todos los signos de la más humana hospitalidad, tanto en los elogios como en las amonestaciones. De no haber logrado su propósito, no ha renunciado nunca a saludarlos con humildad antes de que siguiesen su camino.
Habiéndose inspirado libremente en la Regla de San Benito y, tras haber orado los libros que han ido llegando cabe sus puertas, se ha sentado cada semana a leer a cada uno la ley de la crítica, mientras los obsequiaba con todos los signos de la más humana hospitalidad, tanto en los elogios como en las amonestaciones. De no haber logrado su propósito, no ha renunciado nunca a saludarlos con humildad antes de que siguiesen su camino.
Como no se ha cansado de repetir, Cavalcanti no ha
huido del mundo ni se ha decidido a practicar su desprecio. Al contrario, en su
soledad a veces ermitaña y, a su pesar, a ratos arisca, ha procurado
compartir su pobreza. Aunque con el molde de la balada habrá trabajado la forma de
cada una de sus entradas, vistas en retrospectiva, amontonadas,
superpuestas, sumadas y seguidas, podría producirse la sensación de que el cancionero
prosístico que hubiera deseado crear ha adquirido también rasgos híbridos que
lo acercan tanto al diario litúrgico como al ensayo de una novela frustrada.
Fechados, estos comentarios no han podido sustraerse tampoco al efecto de una recreación -también, ¿por qué no?,
ociosa-, que ha requerido la compañía nacida al
calor de conversaciones literarias.
Por una delicada ley de la discreción, Cavalcanti ha
optado por amparar con nombres de religión la comunidad de sus íntimos y sus más cercanos: su «donna tolosana», «Calvin» y el «vailet», la «pubilla» y la «petitona»; como también
el protagonismo de «mi amigo germanófilo» y el paso puntual de «mi discípulo blanchotiano».
No puede olvidar tampoco a unos cuantos visitantes cuyas obras han sido acogidas
con frecuencia. José Mateos, Gregorio Luri, Ignacio Peyró y, sobre todo, Enrique García-Máiquez han
proporcionado momentos de intensa felicidad a este escritorio cuyo autor ha querido
pagarles, con mayor o menor acierto, con el entusiasmo auténtico que esquiva la
complacencia.
Este monasterio también ha
recibido el don providente de los lectores atentos. Ignacio Trujillo ha sido una de esas amistades impensadas que sólo
pueden surgir para testimoniar el milagro de la palabra compartida en unas eternas
vísperas güelfas. Y allá al fondo del coro, callado y
discreto, lacónico y cálido, imperturbable, en los confines de un comentario o
de un mensaje, en su Compostela digital y real, se recorta el perfil de Ángel Ruiz.
A la Ascensión
“¿Y dejas, Pastor santo,
tu grey en este valle hondo, escuro,
con soledad y llanto,
y tú, rompiendo el puro
aire, te vas al inmortal seguro?
Los antes bienhadados
y los agora tristes y afligidos,
a tus pechos criados,
de Ti desposeídos,
¿a dó convertirán ya sus sentidos?
¿Qué mirarán los ojos
que vieron de tu rostro la hermosura,
que no les sea enojos?
Quien oyó tu dulzura
¿qué no tendrá por sordo y desventura?
Aqueste mar turbado
¿quién le pondrá ya freno? ¿Quién concierto
al viento fiero, airado?
Estando tú encubierto,
¿qué norte guiará la nave al puerto?
¡Ay!, nube envidiosa
aun deste breve gozo, ¿qué te aquejas?
¿Dó vuelas presurosa?
¡Cuán rica tú te alejas!
¡Cuán pobres y cuán ciegos, ay, nos dejas!”
(Fray Luis de León, Poesías)
Tras trescientas entradas, con voz potente exclamo:
«Está cumplido».