El Aquelarre o el Gran Cabrón, Francisco de Goya (1819-1823) |
Desde Las máscaras del héroe (1996) no había vuelto a leer ninguna otra obra de Juan Manuel de Prada (1970), más por pereza que por aversión. Aunque parecería de rigor
sacarle los colores a un estilo literario que se ha calificado a un tiempo de bronco y
canalla o de mojigato y engolado, la aparición de Dinero, demogresca y otros podemonios (2015), un ensayo de
combate que recoge artículos suyos en la prensa reciente, me confirma que la personalidad literaria y vital que
trasluce ahora su autor se empezó a gestar en aquel libro sobre las andanzas del bohemio Pedro Luis de Gálvez.
Prada ha repetido en su
trayectoria unos modelos biográficos que caracterizaron el modernismo español
del primer tercio del siglo XX. Los ha ido reelaborando según la versión de un
conservadurismo autoritario por el que muestra una ambivalente nostalgia. Si en su trayectoria parece haberle acompañado la aspiración de convertirse en la
réplica periodística de César González Ruano o de Julio Camba, me atrevo a interpretar que su conversión católica, que
tiene no poco de pose épatante antimoderna, sin que ello cuestione en absoluto su íntima sinceridad, completa en el libro aquí reseñado un perfil que lo vincula también a
Ramiro de Maeztu y a Juan Vázquez de Mella.
Prada, defensor de la fe católica, tradicionalista, que
gusta de citar contra el capitalismo a Pío XI, sigue siendo un héroe modernista
lleno de máscaras: “Nuestro sino es convertirnos en ecos o espejismos
cambiantes de múltiples, incontables facetas. Sólo Quien ve en lo oculto sabe
quiénes somos verdaderamente”. Tanto la repetición de fórmulas arcaizantes y
moralizadoras, al modo de un modernismo castizo (según Prada, el hombre contemporáneo “hocica
en la cochiquera” a todas horas…), como las ideas más extemporáneas y
provocativas son blandidas como una manifestación de feroz rebeldía frente a un “nuevo orden mundial” regido, a su juicio, por una plutocracia infernal y europeísta.
No debería sorprender que al hablar de los “podemonios”,
Pablo Iglesias no sea ni mucho menos demonizado. Como Joseph de Maistre analizando
el significado de la Revolución francesa, Prada considera que el líder de Podemos encarna
no sólo la consecuencia más ajustada de un modelo político y económico, basado
en la reducción a servidumbre de sus ciudadanos mediante el halago y la
satisfacción de sus pasiones, sino que también, en un plano trascendente, simboliza el justo castigo a una sociedad que ha dado
la espalda a la conciencia del pecado original, es decir, al fundamento
teológico que asegura la paz y el orden de la convivencia humana. El aborto, el
gaymonio, la eutanasia y la explotación laboral no son exactamente los cuatro
jinetes del Apocalipsis, sino más bien los instrumentos de destrucción que
castigan la corrupción sin límites de un Occidente sodomítico y gomorrano.
Prada reclama la herencia de nuestros clásicos barrocos (sobre
todo, de Quevedo), pero los reutiliza a través del
tradicionalismo regeneracionista (¿un oxímoron?) de principios del siglo XX. Se
puede estar o no de acuerdo con posiciones tan extremas y al mismo tiempo
decididamente anacrónicas. Afirmaciones
tan discutibles como que “Europa se fundó para joder a España”, reflejan de
modo neto una reformulación del milenarismo «reaccionario» del siglo XIX que sigue uniendo la Reforma protestante y la Revolución bajo la atenta mirada de Maquiavelo, el
enemigo principal del autor de Política
de Dios (1626, 1655).
No obstante, sería un error pasar por alto los análisis de Prada con gesto desdeñoso. Contienen intuiciones de una exactitud pasmosa. Nuestro autor considera que el «Nuevo Orden
Mundial» no pretende evitar una guerra de civilizaciones, sino que ha
desencadenado una guerra en el interior mismo de Occidente, cuyos dirigentes se han empeñado en no
negociar sino la rendición de cualquier atisbo resistente, cristiano, de
civilización.
Frente a su implacable avance opone la conciencia
biográfica de una escritura que se querría sin concesiones. Estarían en juego
no sólo su papel de intelectual, sino su vocación más íntima de escritor, la cual se va tejiendo con la memoria de la infancia, la realidad del presente y la
imaginación siempre futura.
Prada guarda para los lectores la clave de sus posturas en
los capítulos finales. Dibuja en esas páginas la silueta desengañada de alguien
que, habiendo conocido el éxito de joven, ha sufrido la ruptura de sus ilusiones
más preciadas, personales y profesionales. Abatido pero no
derrotado, explora cómo convertir la base autobiográfica, que une, por ejemplo, los paseos de la infancia por los campos
zamoranos con su abuelo y los de ahora con su hija, en
un ethos literario que exprese el repudio del éxito. Se muestra así dispuesto a seguir una senda de ascesis mediante el agere contra, “porque
quienes por ella se internan sólo les aguarda el vituperio del mundo. Todos los
días le pido a Dios para adentrarme y mantenerme en ella”. No estoy seguro de que una afirmación tan rotunda no tenga algo de gesticulación estética, pues el desprecio del mundo no implica despreciar el mundo. Con ferocidad Prada, herido, se revuelve contra sus (des)engaños.
A fin de conjurar tanta amargura, Prada toma pie en la palabra “añorar” para describir,
casi como un heredero de José María de Pereda, un mundo bucólico que acaso jamás ha existido. En sus palabras adquieren por fricción tal densidad, barroca y
humana, que lo transforman en signos reales de su imaginación política: “Y
entonces despierto. Y añoro lo que nunca he tenido. Y me maldigo por vivir una
vida que no quiero, en lugar de la vida querida que sueño”.
Emociona, con todo, el penúltimo capítulo, “El fin de la palabra”. De
la mano del Principito de Saint-Exupéry, de Baltasar Gracián, de Lope de Vega, de
Azorín, de Joan Corominas o de T. S. Eliot, Prada critica el falso bilingüismo
de las escuelas, el periodismo táctil de nuestros días o la enseñanza “neutra”
de la tiranía pedagógica. Frente a este mundo caído aún no deja de celebrar el
ritmo que en la memoria marcan los ecos de una infancia en que lenguaje y mundo
podrían no haberse perdido del todo.
“La caligrafía nos ayuda a entrar en la entraña misma del lenguaje, en los engranajes más recónditos de las palabras; nos enseña a tratar mejor las palabras, a conocer más íntimamente sus ecos y recovecos; y conociendo mejor el enjambre de las palabras y su ortografía correcta (porque nada ayuda tanto a fijar la ortografía como los ejercicios caligráficos), conocemos mejor el infinito mundo que designan. Al expulsar las caligrafías de las escuelas, no sólo hemos renunciado a una belleza quizá perdida para siempre; también hemos contribuido a la difuminación del mundo que nos rodea”.
(Juan Manuel de Prada, Dinero, demogresca y otros podemonios)
Prada asiste, desolado y furioso, a la caligrafía portátil, formateada, de la dignidad humana.
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