Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 24 de marzo de 2015

Las lágrimas de Don Duardos.



La tempestad,
Giorgione (1505)

De joven fui desolado amador. La castidad del amor cortés no suele ser virtud, sino un modo de practicar, lujuriosamente, la ascesis de una soberbia solitaria. “Sorrow is knowledge”, sentenciaba Lord Byron al principio de Manfred. Peregrinando entre las sombras de los afectos, se alcanza después, en el mejor de los casos, con dolor y con suerte, un conocimiento más alto, el arrepentimiento de haber(se) hecho sufrir.

Miro hacia atrás y reconozco lejanas mis sombras. No buscaba un ideal sino, erradamente, una iluminación. Para tal combate definitivo me armé con la paciencia de la imaginación, ejercitándome sin cesar en los yermos de la inteligencia literaria, engullendo entero, por ejemplo, el Cancionero de Stúñiga. Reconozco que había algo inhumano en tal disciplina salvaje, pero aquella métrica, más que sus conceptos, se convirtió en una de las lecciones de sensualidad más tormentosa que haya recibido.

Confieso que me habría gustado aprender a expresar con naturalidad mis sentimientos en baladas endecasílabas. A fin de cuentas, después de tantos años, ¿qué hago en este blog sino perseguir entre líneas las callejuelas de una Florencia inexistente más que en mi fantasía, monacal? De ser todavía posible, ahora camino por ellas al ritmo escondido de aquellas sextillas octosilábicas, castellanas, que continúan asaltando mi respiración simbólica.

No debería extrañar que la joya mejor guardada de mi memoria pertenezca al poeta y dramaturgo portugués Gil Vicente (1465-1536). Su Tragicomedia de Don Duardos (h. 1522), por la exactitud de su lirismo y por la desnudez de su trama, sigue golpeando mi sensibilidad. Inspirándose en el libro de caballerías de Primaleón (1512), la compuso originalmente en castellano para la corte portuguesa. La muerte de Manuel I provocó que, antes de ser estrenada delante de su sucesor Joao III, fuese destinada a la lectura pública. Esta amputación tampoco deja de conmoverme.

La obra está compuesta mayoritariamente en coplas de pie quebrado. Como ejercicio de meditación profana, suelo leer simultáneamente las Coplas por la muerte de su padre  de Jorge Manrique y el auto de Gil Vicente. Percibo entre sus versos en fuga un tratado ibérico de amor y muerte, renacentistamente medieval, en que los ritmos de su sintaxis se funden y se desgarran hacia otros horizontes, más allá de sí mismos, más allá de toda modernidad.

Que se haya podido decir que las obras de Gil Vicente preludiaban el teatro de Lope me indigna casi hasta las lágrimas. ¿A quién se le ocurriría juzgar a Giotto el precursor de Miguel Ángel? Los amores de Don Duardos y Flérida, de Julián Ruiz y Constanza y de Camilote y Maimonda son contenidos y elevados desde la selva cotidiana al rigor más decidido de la palabra amorosa en los tres soliloquios de Don Duardos. Que falta amor es una obviedad: el amor sólo es posible si falta, una ausencia abrasadora que nada puede colmar si no fluye a raudales hacia el mar que es el morir...

La obra de Gil Vicente fue montada por la Compañía Nacional de Teatro Clásico hace unos años. Su representación no evitaba ni ese soniquete tan molesto de la técnica recitativa de los actores españoles ni la tendencia ridiculizadora de los sentimientos amorosos, como si uno no pudiese acabar de creerse, hoy en día, la seriedad del amor incluso entre villanos. Como desagravio personal, vuelvo a sus versos y me quedo atrapado en la música de sus villancicos y de sus canciones. Como se ha señalado, una de las grandezas del arte teatral de Gil Vicente es su capacidad para integrar el canto en el desarrollo de la tensión dramática. ¿Se precisa algún realismo en el espacio puro de la poesía? Doy más vueltas y, claro, ya no son Don Duardos y Flérida quienes representan mi vida, sino el amor pascual de los labradores Julián y Costanza.

"Julián: Veníos acostar, señora.
[Canta Julián]
«Soledad tengo de ti, / ¡oh, tierras donde nascí!»

Costanza: ¡Ay, mi amor, cantalda ahora!
[Canta Julián] 

Julián: «Soledad tengo de ti,
¡oh, tierras donde nascí!»
(Hablado) 
¡Bien solía yo mosicar
‘n el tiempo que Dios querría!

Costanza: Como os oyo cantar
llórame ell ánima mía”

Julián: Vámonos ora acostar”.




Y me emociono, porque, más allá de la letra que entona Julián, el pie del villancico que el texto hace faltar, es verdad y vida y poesía en la melodía con que Juan Vásquez (1500-1560) lo cubrió: allá, allá lejos, donde habita el olvido de sí.



2 comentarios:

  1. Qué capacidad entonces de leer tochos. Yo ahora no me la explico. No tenía ni idea de lo de Gil Vicente.

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  2. La juventud es desaforada... y pasajera.

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