La tempestad, Giorgione (1505) |
De joven fui desolado amador. La castidad del amor cortés no suele ser virtud, sino un modo de practicar, lujuriosamente, la ascesis de una soberbia solitaria. “Sorrow is knowledge”, sentenciaba Lord Byron al principio de Manfred. Peregrinando entre las sombras
de los afectos, se alcanza después, en el mejor de los casos, con dolor y con suerte, un conocimiento más
alto, el arrepentimiento de haber(se) hecho sufrir.
Miro hacia atrás y reconozco lejanas mis sombras. No buscaba
un ideal sino, erradamente, una iluminación. Para
tal combate definitivo me armé con la paciencia de la imaginación,
ejercitándome sin cesar en los yermos de la inteligencia literaria, engullendo entero, por ejemplo, el Cancionero de Stúñiga.
Reconozco que había algo inhumano en tal disciplina salvaje, pero aquella
métrica, más que sus conceptos, se convirtió en una de las lecciones de sensualidad más
tormentosa que haya recibido.
Confieso que me habría gustado aprender a expresar con
naturalidad mis sentimientos en baladas endecasílabas. A fin de cuentas, después de tantos años, ¿qué
hago en este blog sino perseguir entre líneas las callejuelas de una Florencia
inexistente más que en mi fantasía, monacal? De ser todavía posible, ahora camino por ellas
al ritmo escondido de aquellas sextillas octosilábicas, castellanas, que continúan asaltando mi respiración simbólica.
No debería extrañar que la joya mejor guardada de mi memoria pertenezca al poeta y dramaturgo portugués Gil Vicente (1465-1536). Su
Tragicomedia
de Don Duardos (h. 1522), por la exactitud de su lirismo y por la desnudez
de su trama, sigue golpeando mi sensibilidad. Inspirándose en el libro de
caballerías de Primaleón
(1512), la compuso originalmente en castellano para la corte
portuguesa. La muerte de Manuel I provocó que,
antes de ser estrenada delante de su sucesor Joao III,
fuese destinada a la lectura pública. Esta amputación tampoco deja de conmoverme.
La obra está compuesta mayoritariamente en coplas
de pie quebrado. Como ejercicio de meditación profana, suelo leer simultáneamente las Coplas
por la muerte de su padre de
Jorge Manrique y el auto de Gil
Vicente. Percibo entre sus versos en fuga un tratado ibérico de amor y muerte, renacentistamente medieval, en que los ritmos de su sintaxis se funden y se
desgarran hacia otros horizontes, más allá de sí mismos, más allá de toda
modernidad.
Que se haya podido decir que las obras de Gil Vicente
preludiaban el teatro de Lope me indigna casi hasta las lágrimas. ¿A quién se
le ocurriría juzgar a Giotto el precursor de Miguel Ángel? Los amores de Don
Duardos y Flérida, de Julián Ruiz y Constanza y de Camilote y Maimonda son contenidos
y elevados desde la selva cotidiana al rigor más decidido de la
palabra amorosa en los tres soliloquios de Don Duardos. Que falta amor es una obviedad: el amor sólo
es posible si falta, una ausencia
abrasadora que nada puede colmar si no fluye a raudales hacia el mar que es el morir...
La obra de Gil Vicente fue montada por la Compañía Nacional de Teatro Clásico hace unos años. Su representación no evitaba ni ese soniquete tan molesto de la técnica recitativa de los actores españoles ni la tendencia ridiculizadora de los sentimientos amorosos, como si uno no pudiese acabar de creerse, hoy en día, la seriedad del amor incluso entre villanos. Como desagravio personal, vuelvo a sus versos y me quedo atrapado en la música de sus villancicos y de sus canciones. Como se ha señalado,
una de las grandezas del arte teatral de Gil Vicente es su capacidad para
integrar el canto en el desarrollo de la tensión dramática. ¿Se precisa
algún realismo en el espacio puro de la poesía? Doy más vueltas y, claro, ya no son
Don Duardos y Flérida quienes representan mi vida, sino el amor pascual de los
labradores Julián y Costanza.
"Julián: Veníos acostar, señora.
[Canta Julián]
«Soledad tengo de ti, / ¡oh, tierras donde nascí!»
Costanza: ¡Ay, mi amor, cantalda ahora!
[Canta Julián]
Julián: «Soledad tengo de ti,
¡oh, tierras donde nascí!»
(Hablado)
¡Bien solía yo mosicar
‘n el tiempo que Dios querría!
Costanza: Como os oyo cantar
llórame ell ánima mía”
Julián: Vámonos ora acostar”.
Y me emociono, porque, más allá de la letra que entona Julián, el pie del villancico que el texto hace faltar, es verdad y vida y poesía en la melodía con que Juan Vásquez
(1500-1560) lo cubrió: allá, allá lejos, donde habita el olvido de sí.
Qué capacidad entonces de leer tochos. Yo ahora no me la explico. No tenía ni idea de lo de Gil Vicente.
ResponderEliminarLa juventud es desaforada... y pasajera.
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