Alegoría de la obediencia, Giotto (1320) |
En una reseña que mi heterónimo ha publicado recientemente en Nueva Revista, con matices cistercienses
y con reparos académicos, se ha hecho eco elogioso de la publicación de The Benedict Option (Nueva York, 2017) de
Rod Dreher (1967). Supongo que temía y deseaba que, a mi regreso, hiciese la
crítica de su crítica, apuntillando y desarrollando algunas de sus intuiciones,
en contraste -y en sintonía- con el manifiesto en que el editor de The American Conservative ha sintetizado
los planteamientos que ha venido exponiendo durante más de una década.
Al final de sus líneas, moderadas, señalaba que una
de las aportaciones más destacadas de Dreher consistía en recordar que “el monasterio es un signo de una vida comunitaria que, al separarse, apunta a una trascendencia física y espiritual como garantía legítima de un orden social”. Como
suele ocurrir, la timidez se esconde tras la abstención adjetival y el recurso
a los indefinidos. Para el stilnovismo
claravalense, en un paso más allá, el monasterio es signo escatológico
del orden social recto. No el
único, ciertamente, pero sí aquel en que se percibe con urgencia -sin incluir ningún odioso comparativo- cómo la
plenitud anticipada en él no puede ni debe abandonar la precariedad de este mundo a su insensato orgullo de finitud
totalitaria, aunque sin confundirse o pactar con él.
En el fondo, nuestro desacuerdo con Dreher, como mi heterónimo
insinúa entre líneas y con concesiones, radica en
el movimiento que implica la construcción del «monasterio». Dreher toma en un
sentido predominantemente literal la salida física y espiritual de san Benito como la alternativa cristiana a un mundo que ha apostatado. Derruidas las
bases cristianas de nuestra sociedad, sin ningún atisbo de que la
situación pueda revertirse, el creyente debe articular de nuevo el modelo
social y político que, en cuanto ecclesia,
su fe reclama y al que confía -tal vez demasiado
ingenuamente- que un orden democrático no oponga restricciones incluso brutales en nombre de la misma libertad religiosa.
En el neocomunitarismo de
Dreher, que conserva la herencia norteamericana de los pioneros, parece que ha dejado, aun inconscientemente y a su pesar, profunda
huella el programa del multiculturalismo. Llevado a un extremo absurdo, la “opción
Benito” podría representar para el nuevo poder global un intento de organizar
barrios como bajo la sharia, con el
agravante de que para este el cristianismo es el enemigo a esclavizar y a
aniquilar, mientras, simultáneamente y completamente tergiversadas, pueda apoderarse de su auctoritas y de su potestas.
Una parte básica de la perplejidad del cristianismo, a todos los
niveles, y en concreto del catolicismo, es su incapacidad para aceptar que la
cultura que ha forjado -la occidental- no sólo les considera extraños, sino que
ha decidido expulsarlos si no se asimila. Dreher identifica esta retirada
estratégica con la imagen del Arca de Noé y confunde, a continuación, la función
que los monasterios ejercieron en la Alta Edad Media de preservar el legado
cultural grecorromano con las intuiciones monásticas, pneumáticas, de san
Benito.
Por el contrario, si nuestros lectores nos permitiesen retomar un
lenguaje metafórico, la fluidez social y tecnológica de una época como la
nuestra, según algunos embarcada en una búsqueda transhumanista, recordaría más
la cambiante e inquieta sociedad del primer milenio. La sociedad actual no ha
sido invadida por bárbaros y extranjeros, como nos gustaría creer, sino que ha
visto proliferar en su entorno en descomposición toda suerte de herejías, como
ocurrió en Europa entre los siglos X y XII: cátaros, valdenses, etc, a los que
no tengo inconveniente en incluir dentro de la pseudorreligión que Dreher denomina
Moralista Deísmo Terapéutico. Pero no creo que estemos a las puertas de una Dark Age, sino que la historia nos ha
mostrado que, en su afán iluminista, cosecha ahora, entre perfiles chinescos, las
sombras de sus avances.
Por todo ello, como decía, mi stilnovismo
claravalense siente que debe acogerse a la sombra del hábito blanco de san Bernardo,
por más que y hasta precisamente porque su figura despide los inevitables
claroscuros de una realidad escatológica,
que sabe que la redención obra ya sus
efectos, pero todavía no plenamente.
Quiero decir que mi stilnovismo
claravalense no está a la espera de un Apocalipsis, aunque sea en la forma
especular de un nuevo Diluvio universal. El «monasterio» que intuyo es
interior, un movimiento de retirada al desierto que habita en el corazón mismo
de la ciudad terrena. En él el tiempo
está ritmado según una liturgia comunitaria y familiar del trabajo que, aun en
medio de un mundo devenido yermo, cumple la voluntad de Dios en la adoración suplicante y en la acción de gracias. Esboza las líneas de una kénosis y de un éxodo. No
asiste a la caída de Roma en manos de las tribus bárbaras, sino a la
destrucción de Jerusalén y de su corazón mismo, el Templo. El cristiano debe
asumir el exilio entre las ruinas y
los páramos de una Ciudad que ya no es suya y que, tal vez, deba reconocer que había
convertido en su ídolo. No se trata simplemente de proteger su memoria para restaurarla,
sino de recapitularla en la plenitud celeste que anhela mediante la espera actual de la Parusía. Benito no se sintió expulsado de una Roma babilónica que, en la actualidad, está forjando embriagada su postpaganismo.
No obstante, aun con todas sus deficiencias, la mirada de Dreher
saca a la luz aspectos esenciales para el futuro de la fe cristiana y ofrece
una mirada limpia para contemplarlos. La figura del monje es esencial, pero no entendida
en la visión excesivamente jurídica del catolicismo latino, que se mueve
simultáneamente entre la categorización canónica de los estados de vida y lo
que mi heterónimo aceptaría llamar «el complejo de Marta y María», que atenaza en no pocas ocasiones la
espiritualidad laical, siempre presta a reclamar que, además de “trabajar”, también ha aprendido a
contemplar. A cambio, presa de una mímesis especular, la vida "religiosa" ha querido zafarse del reproche de escapismo afirmando que su auténtica contemplación se produce en la realidad de la acción.
Más sensible a la enseñanza de los Padres del Desierto, sostengo que en especial el poeta debe ser monje, como el monje, en diálogo con la vida apostólica de los orígenes, vive, por su ascesis y oración ininterrumpida, el martirio -el testimonio- de la Muerte y la Resurrección de Jesucristo. Es el suyo un oficio litúrgico que ha de cantar sin cesar la teosis eucarística. El monje no practica sin más una gnosis. Su llamada no se reduce a abrazar los consejos evangélicos, sino a vivirlos en la perfecta misericordia de su estado, sea ya cual sea. Como programa social y político, no es que sea dudoso, sino inviable. Pero, ¿acaso un signo escatológico no es sino una deixis débil e imprescindible?
Más sensible a la enseñanza de los Padres del Desierto, sostengo que en especial el poeta debe ser monje, como el monje, en diálogo con la vida apostólica de los orígenes, vive, por su ascesis y oración ininterrumpida, el martirio -el testimonio- de la Muerte y la Resurrección de Jesucristo. Es el suyo un oficio litúrgico que ha de cantar sin cesar la teosis eucarística. El monje no practica sin más una gnosis. Su llamada no se reduce a abrazar los consejos evangélicos, sino a vivirlos en la perfecta misericordia de su estado, sea ya cual sea. Como programa social y político, no es que sea dudoso, sino inviable. Pero, ¿acaso un signo escatológico no es sino una deixis débil e imprescindible?
La reivindicación actual del monacato cuestiona, así, con su aparente inutilidad, el mito ilustrado implícito en el seno de la propia sociología de la religión sobre la inevitabilidad de que la economía de salvación esté también sujeta a una filosofía
-materialista e idealista- de la historia. Según ella, la vida monástica
habría sido reemplazada por la vida de las órdenes mendicantes; ésta, por la
actividad misional de las congregaciones religiosas; y todas ellas, por los
movimientos laicales del siglo XX. La tesis estaría fija en la vida apostólica
de los orígenes del cristianismo, de modo que, según la dinámica dialéctica, en la síntesis estaría ya asumido el contenido nuclear de cada antítesis. La “opción Benito” obliga a repensar entonces que,
aunque encarnado en circunstancias históricas concretas, cualquier carisma -y
más el del monacato- conserva una energía irreductible e irreemplazable.
“Lo que estos cristianos ortodoxos están haciendo ahora son las semillas de lo que llamo la «opción Benito», una estrategia sostenida en la autoridad de la Escritura y en la sabiduría de la antigua iglesia para abrazar el “exilio en marcha” y formar una vibrante contracultura. Reconociendo las toxinas del secularismo moderno, tanto como la fragmentación causada por el relativismo, los cristianos de la Opción Benito miran a la Escritura y a la Regla de Benito en busca de caminos para cultivar prácticas y comunidades. Más que asustarse o permanecer complacientes, reconocen que el nuevo orden no es un problema que deba ser resuelto sino una realidad con la que se ha de vivir. Será de quienes aprendan cómo soportarla con fe y creatividad, cómo profundizar su propia vida de oración y adoptar prácticas, centrándose en las familias y en las comunidades en vez de en los partidos políticos, y construyendo iglesias, escuelas y otras instituciones dentro de las cuales la ortodoxa fe cristiana podrá sobrevivir y prosperar a través de la inundación”
(Rod Dreher, The Benedict Option)
Durante cuarenta años ojalá escuchemos su voz como el día de Nursia,
como el día de Claraval en el desierto. Aun en su cólera, ha jurado que
entraremos en su descanso.
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