Les Bergers d'Arcadie, Nicolas Poussin (1628-1630) |
Por más que fantasee con el reaccionarismo, mis
raíces imaginarias brotan de una negación fundacional: el tiempo de la escuela.
Jamás he añorado el espacio mítico del hogar materno del que me hubiera
arrancado el período de escolarización obligatoria. En los últimos años de
bachillerato resistí, asumiendo que aquel era un tránsito -castrador- hacia la (dudosa)
libertad diurna. Tal vez por ello me haya negado obstinadamente a adoptar una
profesión que me obligue a estar encerrado en un despacho o en un edificio
durante una jornada de sol a sol. ¿Qué importancia puede llegar a tener el dinero
y el prestigio a quien no ha dejado de desear sino residir en las estrellas? Puedo
darme sólo ahora cuenta de que he llegado a construir mi pobre monasterio,
apartado e ignorado, en la luminosidad de una incierta peregrinación, llena de
noches y de abismos, guiada entre la niebla de los astros.
En los últimos años de colegio fui un alumno tanto
más brillante cuanto más arisco e inexpresivo, con unos gélidos accesos de
furia seca. El sentido del disgusto existencial de la adolescencia me fue
revelado años después por un verso terrible de Luis Cernuda: “Algo os ofende,
porque sí, en el hombre y su tarea”. He
evitado exquisitamente, pues, la memoria de aquellos años.
“Oderint dum metuant”, me repetía en clase de latín
fascinado ante los movimientos diminutos, casi imposibles, del profesor, que,
tan ridiculizado y a la vez tan temiblemente burlón, fue quizás el único que
confió en mi destino, aunque no lo entendiese. En una reunión de evaluación,
seco e irritado, espetó al temible Director de aquel presidio posconciliar de
añoranzas franquistas entre esperanzas socialistas: “Deje al muchacho
expresarse”. Creo que el Jaba(lí), su
mote, jamás me perdonó que el Hermano
Luis le reconviniese así en público.
Quiero decir que, en el fondo, yo era un alma tierna.
No me avergüenza ya confesar que descubrí la poesía en un volumen de León Felipe que me regaló mi primo Tomás. Me parece recordar que, por soberbia
timidez, le ofendí burlándome del payaso de las bofetadas. ¿Cómo esconder(se)
si no la maravilla boquiabierta de aquel descubrimiento, que habrían de olvidar los versos y oraciones de otro caminante en potencia? Me juré mantener en
secreto férreo aquella vocación letraherida ante la turba de futuros
ingenieros, abogados y economistas (e incluso algún ministro gemelo…) que tenía
por compañeros.
Perjuré, gozoso. Con mis dos amigos paseábamos en
círculos por el barrio, poseídos de una rabia y de un entusiasmo verbal y
sentimental tanto más incomprensible por aparentemente inextinguible. Como me
dijo Enrique hace poco, nuestra amistad no depende ya en absoluto de que
podamos coincidir personalmente más o menos. Corre por nuestras venas el
recuerdo de nuestros rostros, ante la mirada apoteósicamente estupefacta del colegio, representando
una desenfrenada danza autoparódica y distanciada al compás de “Limón, limonero”. Como también atesoran las interminables conversaciones pastoriles sobre el nombre de ninfas grabadas
en el tronco de nuestros deseos. Años después vino a visitarme a mi ermita
londinense desde su salón parisién. Con su aplomo jurisprudente y mi aire
monacal, me invitó a comer a Simpson’s.
Mientras camareros y comensales nos observaban, flemáticos, como a dos
excéntricos parvenues, Enrique,
imperioso y abrumado, me conminó: “¡Relajémonos! Vamos a disfrutar de esta
comida, que me va a salir por un huevo y ¡que está cojonuda!”. En efecto, qué vino (francés), qué puré, qué roast-beef. ¡Gloriosa!
De tantos años de amistad no es posible tampoco resumir las horas más intensas compartidas con nuestro Alberto. ¡Cuántas veces me ha acompañado
hasta los bordes de mis acantilados, atento a que no cometiese más estupidez
que la de haberle llevado hasta allí! “¡Qué cosas raras estás haciendo ahora!
Basta, que me voy a poner nervioso”. Él sabe de mis inclinaciones por las rosas
que florecen en medio del silencio de la noche. Escribo estas líneas mientras
oigo aquella música de los 80 que escuchábamos mirando desde su terraza la
vista área de Ventas, la Guindalera, la extensión reptilínia de la M-30. Nuestra
intimidad regresa tejida de sensaciones en mi memoria: las palomitas de la
Seño, las meriendas de mi madre, el color de su inmortal “plumas” azul…
Sus increíbles y rigurosísimas meteduras de pata, tan
sorpresivas como intuyo que metódicas, lograron de una vez para siempre mi
entregada complicidad. Con cara circunspecta, indefectible, solía preguntar,
por ejemplo, en cada ocasión que podía a un amigo que formaba parte de un
Círculo católico selecto: “¿Qué tal el Polígono?”. Estrafalario y excéntrico,
de una manera británica, ha protegido su alma de una sensibilidad exquisita
bajo una coraza bizarra que le exige a uno acomodarse en una esquina del Duero
serpeante que pasa por su casa de Peñafiel para poder atisbarla en escorzo.
¿Cómo olvidarle berreando Partiendo la pana
de vuelta en coche una noche, u organizando una espantá gamberra, pero increíblemente prudente, de una cita
colectiva? ¿Cómo olvidar en malos tiempos sus llamadas cada viernes sin dejar
de insistir para que no me quedase solo en casa, viniendo incluso, si me obstinaba, a buscarme a
cualquier hora?
“Mas no todos igual trato me dais,
Que amigos tengo aún entre vosotros,
Doblemente queridos por esa desusada
Simpatía y atención entre la indiferencia,
Y gracias quiero darles ahora, cuando amargo
Me vuelvo y os acuso. Grande el número
No es, mas basta para sentirse acompañado
A la distancia en el camino. A ellos
Vaya así mi afecto agradecido”.
(Luis Cernuda, “A mis paisanos”)
Aunque imposible aplacar ese fantasma que de mí evocaron, si amo todavía es también porque mis amigos de la infancia, sin cesar, me devuelven al tiempo del amor, eterno e instantáneo. Os ha sido posible.
No sé si no pega decirlo justamente en esta entrada, tan supuestamente arisca, pero qué bonito texto has escrito.
ResponderEliminarPega, oh sí, pega, sólo por ellos, que han limado sus aristas. Gracias.
Eliminar